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La conversión de Paul Claudel narrada por él mismo… I Parte

Redacción (Viernes, 07-10-2011, Gaudium Press) Reproducimos una narración del poeta y diplomático francés, sobre los inicios de su conversión a la Iglesia católica y el rayo fulminante que tocó su espíritu, a los 18 años, en Notre-Dame de París…:

«Nací el 6 de Agosto de 1868. Mi conversión se realizó el 25 de Diciembre de 1886. Tenía, por tanto, 18 años de edad. Pero, a esta altura, ya mi personalidad estaba muy desarrollada.

aa.jpgAunque mis antepasados, en ambas ramas, habían sido creyentes, dando a la Iglesia varios sacerdotes, mis padres eran indiferentes en materia religiosa. Y, después de habernos mudado a París, se alejaron completamente de la fe. Mi primera Comunión, anterior a la mudanza, había sido buena. Pero fue, como para la mayor parte de la juventud, la coronación y, al mismo tiempo, el término de mi práctica religiosa.

Al principio fui educado, o antes, instruido, por un profesor particular; después, en escuelas laicas de la provincia, y, finalmente, en el Liceo Luis el Grande. Con la entrada a este establecimiento de enseñanza, acabé de perder la fe (…). La lectura de la «Vida de Jesús», de Renan, me proporcionó nuevos pretextos para este cambio de convicciones, que, para el resto, todo cuanto veía a mí alrededor facilitaba o animaba.

Recordemos aquellos tristes años alrededor de 1880, cuando estaba en todo el apogeo la literatura naturalista. Jamás el yugo de la materia pareció más fuerte. Quien poseía un nombre en el arte, las ciencias o la literatura, era no creyente. Todos los presuntos hombres inminentes de aquel siglo que declinaba, se distinguieron particularmente por su hostilidad contra la Iglesia. Renan imperaba. En la última distribución de premios a la que asistí en el Liceo Luis el Grande, ocupaba él la presidencia, y creo que recibí el premio de sus manos. Víctor Hugo acababa de desaparecer en una aureola de gloria.

A los 18 años

A los 18 años, creía yo en aquello en que la mayor parte de las llamadas personas cultas de aquella época creía. El fuerte sentimiento de lo individual y lo concreto se oscureciera en mí. Acepté la hipótesis monista y mecanicista en toda su extensión. «Creía que todo estaba subordinado a leyes», y que este mundo era un íntimo encadenamiento de causas y efectos, que la ciencia no tardaría en aclarar plenamente. Además, todo esto me parecía lleno de tristeza y de aburrimiento. La idea kantiana del deber, tal como nos la expuso el Sr. Burdeau, nuestro profesor de filosofía, nunca pude digerirla.

Además, vivía sin el freno de la moral e iba cayendo, poco a poco, en un estado de desesperación. La muerte de mi abuelo, cuya agonía duró meses enteros, debida a un cáncer en el estómago, al que yo asistí, me inspiró un pavor terrible, y la idea de la muerte no me abandonó más. Olvidara completamente la religión y, con respecto a ella, mi ignorancia era tan grande como la de un salvaje.

El primer brillo de la verdad

El primer brillo de la verdad me surgió del encuentro con los libros de un gran poeta, a quien debo eterna gratitud y que tomó parte preponderante en la formación de mi pensamiento: Artur Rimbaud. La lectura de las «Illuminations» y, algunos meses después, «Une saison en Enfer» es uno de los acontecimientos capitales de mi vida. Estos libros rasgaron la primera brecha en mi cárcel materialista, y me dieron una impresión viva, casi física de lo sobrenatural. Pero mi estado habitual de ansiedad y desesperación continuó siendo el mismo.

La noche de Navidad del día 25 de Diciembre de 1886

Así pasaban las cosas con aquel pobre joven que, el día 25 de Diciembre de 1886, entraba a la catedral de Notre Dame de París, para allí asistir al oficio divino de la Navidad. Comenzaba yo entonces a escribir, y tuve la impresión de que podría, con superior diletantismo, encontrar en las ceremonias católicas, un medio adecuado y materia para algunos trabajos. En esta disposición de espíritu, apretado y empujado por la multitud, asistí a la Misa cantada, con moderada alegría. Como nada más interesante había para hacer, volví de nuevo por la tarde para asistir a las Vísperas. Los niños del coro de la catedral, de roquetes blancos, y los alumnos del Seminario de S. Nicolau du Chardonnet, que los auxiliaban, habían justamente comenzado a cantar cualquier cosa que más tarde reconocí era el Magníficat. Yo estaba de pie en medio de la multitud, junto a la segunda columna, cerca de la entrada para el coro, a la derecha, del lado de la sacristía.

Y allí se dio el acontecimiento que domina toda mi vida. En un momento, mi corazón se sintió emocionado, y tuve fe. Tuve fe con tal intensidad de adhesión, con tal exaltación de todo mi ser, con una convicción tan poderosa, con tal seguridad, que no quedaba margen para ninguna especie de duda. Y, desde entonces, todos los libros, todos los raciocinios, todas las eventualidades de una vida agitada no consiguieron abalar mi fe; más que eso, ni siquiera consiguieron tocarla. Súbitamente, se apoderó de mí el sentimiento nostálgico de la inocencia, de la perpetua filiación divina: una revelación inefable. Cuando intento reproducir, como hago frecuentemente, el pasar de los minutos que se siguieron a este momento excepcional, encuentro siempre los siguientes elementos que, todavía, representan un único rayo, una única arma, de que la Providencia divina se sirvió para alcanzar y abrir el corazón de un pobre hijo desesperado : «¡Qué felices son, de hecho, los que creen! ¿Y si fuese verdad? ¡Verdad! – ¡Dios existe; está aquí presente! ¡Es alguien! ¡Es un ser tan personal como yo! – ¡Me ama! ¡Llama por mí!» Me invadieron las lágrimas y los sollozos y el cántico tan delicado del «Adeste» aumentó todavía mi conmoción.

…mis ideas filosóficas se mantenían intactas

¡Dulce conmoción, en la cual, todavía, se mezclaba una sensación de terror y casi de espanto! Porque mis ideas filosóficas se mantenían intactas. Dios las despreciara, dejándolas tal cual estaban, y yo no comprendía lo que en ellas debería cambiar. La religión católica continuaba surgiéndome como un montón de anécdotas disparatadas. Sus sacerdotes y fieles continuaban inspirándome la misma antipatía, que iba hasta el odio y la náusea. El edificio de mis opiniones y conocimientos se mantenía, y no veía en él ningún defecto; me limitara, solo, a salir de él. Me había sido revelado un nuevo y terrible ser, con terribles exigencias para un joven artista como yo, y no veía manera de satisfacerlo con nada de lo que me rodeaba. El estado de un hombre, a quien de repente se arrancó de su piel para introducirlo a un cuerpo extraño, en medio de un mundo desconocido, es la única comparación que puedo encontrar para expresar este estado de completo desorden. Lo que más repugnaba a mis ideas y mi gusto, era lo que precisamente se venía a mostrar verdadero; y, para bien o para mal, tenía que acomodarme a eso. ¡Ah! Por lo menos no sería sin que yo buscase oponer la mayor resistencia posible.

(El próximo Lunes II Parte: La lucha fue noble y radical – Así hablaba en mí el hombre nuevo – No tenía un único amigo católico)

 

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