Redacción (Lunes, 26-10-2015, Gaudium Press) Yo caminaba por la playa siempre vacía, sobre una arena blanca y fina que contrastaba con el mar: a veces azul, a veces verde como las alas de algunas mariposas tropicales. Las aguas estaban calmas y morían en las márgenes, sin gemir, sin lamento, se diría dulcemente.
Las sombras de las casuarinas acariciaban el suelo. Esos árboles a veces permitían volar a un mundo irreal. Parecen espadas que se lanzan al aire. Otras veces golpeadas por el hombre o por la naturaleza se esparcen en ramas, semejantes a gallinas que cogen sus polluelos.
Fue debajo de una de ellas que me senté, para contemplar el panorama. Un silencio me envolvía, a veces roto por algunos pescadores que pasaban llevando sus redes. También ellos me parecían irreales, siluetas vivas diseñadas por hábil artista.
Me sentía envuelto en una paz, en una alegría interior que armonizaba con el panorama. La satisfacción del ser amado por Dios. Y sentir en las criaturas creadas por Él, el mismo bien estar.
Así absorto, no percibí cuando aquel gran navío atracó junto a la ribera. Era algo imposible de darse. No había, allá, ningún puerto. ¿Como podría haber llegado esa misteriosa nave, junto a la playa? No pude pensar en la respuesta, pues también de inmediato fueron apareciendo figuras de hombres y mujeres, jóvenes y viejos, y niños. Ellos hacían una gran fila, tan grande que no parecía tener fin. No paraban de llegar. Ordenados, sin equipaje, sin bienes, de manos vacías. Todos caminaban, sin resistencia, hacia la entrada del gran barco. Subían uno a uno, en hora determinada, minutos y segundos determinados.
¡Eran muchos! Millares, millones: santos y pecadores, buenos y malos, víctimas y reos, gobernantes y gobernados. Y sin barullo, pareciendo un río caudaloso, se presentaban junto a aquel navío, que tenía en su parte más alta la inscripción: ¡Eternidad! Un viaje sin retorno, en que no es necesario pasaportes, maletas o dinero. Del otro lado apenas el gran Tribunal de la Justicia y de la Misericordia, donde nada pasará desapercibido del eterno Juez…
La brisa de la tarde borró aquella visión misteriosa. Apenas las sombras de las casuarinas jugaban con las aguas del mar, donde hace poco me parecía reflejada aquella escena. Permaneció en mí una idea que me llenó de gozo: Hay una justicia eterna, de un Dios, que a su tiempo todo, absolutamente todo juzgará y separará el bien del mal…
Por Lucas Miguel Lihue
Deje su Comentario