lunes, 25 de noviembre de 2024
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Una enfermerita precoz y dedicada

Redacción (Martes, 29-01-2119, Gaudium Press) Papá y mamita estaban un tanto sorprendidos con la diligencia y cuidados que su pequeña hija de seis años -preparándose para su primera comunión- demostraba con la abuela enferma, quizá ya en su última dolencia antes de irse para la Eternidad. En las mañanas, todavía en pijama y antes de meterse al baño iba corriendo hasta la habitación de la anciana, abría la puerta con cuidado y sin entrar verificaba atentamente el estado de la abuela. Pronto cerraba otra vez y salía rápidamente a prepararse para el desayuno y el colegio.

Cuando regresaba lo primero que hacía era ir a saludarla y preguntarle por su salud. Ella misma le preparaba el precario té de la tarde en la cocina, parada sobre un banquito que me mamá le había acondicionado, arreglaba mimosamente la bandeja y ponía en orden las tres galletitas dietéticas. Miraba cuidadosamente que todo estuviera correcto. En la habitación le erguía con el control lentamente la cama, procuraba las medicinas de la hora y se sentaba a mirarla comer mientras le contaba lo que ese día le había sucedido en el colegio. Hablaba de sus amiguitas, de la profesora, de las materias, de los paseos, etc. e interrumpía para preguntarle cómo se sentía. La abuela a veces ya ni respondía claramente, limitándose medio sonriendo a unos monosílabos. Estaba realmente en la última etapa y su nietecita redoblaba los cuidados.

En el colegio la niñita mantenía enterada a su maestra del estado de salud de la abuelita. Y la buena profesora también estaba muy intrigada con ese denuedo y dedicación de la niña. Había conversado sobre eso con los papás y estos también manifestaban su sorpresa un tanto agradados pero sin dejar de preguntarse el porqué de ese comportamiento infantil e inocente. Mamá decía que aquel sentimiento nació de repente en el corazoncillo de Carmencita, pero papá decía que le parecía tener claro a partir de qué día fue que la niña se interesó mucho por el estado de salud de su abuela paterna, viuda y muy enferma, que él había decidido traer junto a ellos para que pasara quizá sus últimas semanas, ya que estaba completamente desahuciada por los médicos debido a esa dolencia a su edad.

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Algunas tardes la niña traía una de sus muñecas para visitarla y les describía el estado de salud de la abuela. Fingía que ellas le hacían preguntas y la niña les respondía maternalmente como si fueran sus propias hijitas. Cuando regresaba del parque casi siempre le traía una flor que la buena vieja recibía en su mano temblorosa, manchada y huesuda con mucha ternura y gratitud. La niña se quedaba un rato en silencio observando a la abuela y parecía pensar en algo concreto. Últimamente acostumbraba a decirle que si le prometía rezar mucho por ella y sus papitos. La abuela intentaba sonreír fatigada y apenas parpadeaba afirmando que lo haría.

Cuando llegó del colegio Carmencita notó en seguida el ambiente funerario del pequeño apartamento. Papá hablaba muy serio por teléfono ultimando detalles. Mamá parecía un tanto cariacontecida. La tía Berta estaba con su Caniche blanco en los brazos y muy pensativa. Los tres estaban en la sala. Sin preguntar más la niña corrió hasta la habitación de la abuela, se acercó a la cama, le tomó una de sus manos yertas y frías. Muy seria pero tranquila y con el rostro medio iluminado entró en la sala y se quedó mirando a papá, mamá y tía que esperaban una reacción de dolor. ¡Por fin! dijo la niña. ¿Por fin qué? Respondieron los tres al tiempo con cara de sorpresa. Por fin se ha ido al Cielo, respondió candorosamente y con alegre firmeza la pequeña. Me prometió que rezará por nosotros allá a Papá Dios, para que todos nos encontremos un día en el jardín de rosas perfumadas, junto al lago azul con cisnes blancos y dorados, añadió. Fue al otro día que vino aquel Padre a rezar junto a ella, terminó diciendo. Creo que estoy feliz. Y corrió a abrazar a mamita como para consolarla un poco. Los tres se miraron conmovidos pero una especie de luz maravillosa y del color de la esperanza pareció llenar toda la pequeña sala. -Voy a recordarle todos los domingos en la misa su promesa, quiero mucho a la abuelita, dijo finalmente.

-Nosotros también se lo recordaremos diariamente, dijo papá condescendiente. La abuela apenas se ha ido a esperarnos allá, concluyó el buen hombre acordándose que la ceremonia de unción de los enfermos en la habitación, el cirio encendido, el sacerdote con su hermosa estola púrpura y dorada, y las oraciones que dijo, había impresionado gratamente a la inocente niña aquel día dejándola pensativa.

Por Antonio Borda

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