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Donde la Grandeza contempla la grandeza

Redacción (Jueves, 10-01-2013, Gaudium Press) A pocos minutos del centro de la bulliciosa capital carioca se descubre un panorama de incomparable belleza, en el que se confunden la fuerza y la suavidad: la Bahía de Guanabara.

Como si desafiara al mar y a la intemperie con su señorial inmovilidad, el morro del Pan de Azúcar domina aquel escenario, marcándolo con un peculiar cuño de heroísmo que evoca las glorias del pasado y anuncia osadías futuras. No obstante, el monumental peñón es, al mismo tiempo, grácil y acogedor, al punto de haberse convertido en uno de los más genuinos símbolos del cordial pueblo brasileño. De este encuentro armonioso entre fortaleza y dulzura resulta el inconfundible esplendor del paisaje, que canta con hermosura la grandeza infinita de su divino Autor.

Sin embargo, cuando el Cristo Redentor fue erguido en lo alto del cerro del Corcovado, ese maravilloso panorama natural se elevó a un grado de belleza más excelente todavía.

En una palabra, se hizo sublime. Del Hombre Dios proceden todas las armonías creadas y la estatua colocada allí lo presenta como el punto culminante de los diversos elementos que, en entera y jerárquica consonancia, componen ese trozo de Brasil.

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Se diría que el Salvador, proyectando su divina mirada a través de esa estatua sobre el paisaje creado por Él, se complace ante el elocuente reflejo de su propia perfección. Y así, mientras el mar llena con su vitalidad la Bahía de Guanabara y besa sus risueñas playas, desde lo alto del Corcovado la Grandeza contempla la grandeza…

¡Cuánto más atractivo que el encantador espectáculo costero es la presencia del Redentor en ese formidable pedestal! Irresistible es la fuerza fascinante de su adorable Persona, en la que se encuentran «la majestad más cautivante y arrebatadora aliada a la graciosidad más dulce, afable, accesible, capaz de hacerse pequeña y acariciarnos; incomparable encanto detrás de la belleza perfecta».

Al divisarlo en esa cumbre de altura colosal, el corazón cristiano se llena de admiración. E, inmersos en reflexiones, a las que la gracia divina conduce al alma en tales momentos de consolación, muchos querrán aplicar al Cristo del Corcovado las palabras pronunciadas por sus labios adorables poco antes de la Pasión: «Cuando yo sea levantado en alto sobre la Tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32).

Con los brazos abiertos como en la Cruz, desde allí invita a los hombres a amar todo lo que hay de grande y maravilloso en el orden natural, haciendo de la vida terrena una preparación para contemplarlo en la eternidad en toda su gloria y magnificencia.

Bajo esa sacratísima mirada, la Bahía de Guanabara brilla con su verdadero colorido y, envuelta por la niebla o velada por el oscuro manto de la noche, o incluso reluciente bajo el generoso sol tropical, siempre se presenta solemne y majestuosa, como a la espera de un acontecimiento importante…

Desde el prisma sobrenatural, tal imponderable de expectativa se transforma en esperanza. Del Corcovado emana un aura promisoria que atraviesa la vastedad de Brasil y la inmensidad del océano. Ella descubre a los ojos de los hijos de la Iglesia los horizontes grandiosos del futuro colmado de bendiciones que vendrá cuando los hombres vivan como héroes la grandeza de la fe.

Por: Hna. Isabel Cristina Lins Brandão Veas, EP.

 

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