Cartagena de Indias (Viernes, 11-05-2018) De nuestro alojamiento en Altos de Zaragocilla (en donde se contempla placentera la metrópoli y se divisa la bella e histórica bahía) hacia el centro histórico de la gran ciudad colonial española en América -Cartagena de Indias- no conseguimos otro transporte, por lo que decidimos sin dudar subirnos a uno de esos pequeños ómnibus, que un tanto en desorden circulan por la ciudad, en los que además de sentir el calor de la cultura popular podíamos continuar la lectura que mucho nos entretiene en estos días, «Periodismo Narrativo» de Roberto Herrscher.
Entretanto, ni Herrscher ni los exuberantes, espontáneos y simpáticos cartageneros fueron capaces de retener nuestra atención cuando el bus arribó a una de las ‘cortinas’ del Castillo de San Felipe, ese que finalmente detuvo al orgulloso almirante Vernon, aquel prepotente militar inglés que ya había acuñado monedas conmemoratorias de su fallido triunfo en Cartagena: es que el Castillo es maravilloso; no es delicado sino fuerte, al mismo tiempo bello y majestuoso, sin ser orgulloso. Es un portento.
Sin embargo, por esos caprichos de la memoria, viendo este Castillo unido imperecederamente a la memoria del gran don Blas de Lezo, volvieron a la añorante mente los delfines del día anterior.
Eran cinco: Luna e Inti, actores principales del entretenido espectáculo de danzas de espaldas, saltos y complicadas piruetas, contemplado con éxtasis en el ‘Oceanario’ de las vecinas Islas del Rosario. Estaban también los dos aprendices, de cuyos nombres queremos pero no podemos acordarnos; y el gran macho (‘sorry’ también por su nombre), que vive en libertad pero que se acerca a los muelles cuando le van a dar alimento, el cual nos ofreció el espectáculo de la ternura y la candidez: Era con este que los visitantes se podían tomar fotos; pero cuidado no eran todos los visitantes…
Ese mimoso ‘gatito’ de trecientos kilos, que se giraba para dejar acariciar a voluntad cuello y aletas y que permitía besar su hocico, a su turno besaba también cachetes. Sin embargo el mimoso puede matar un tiburón, y también puede acabar -creyendo que es juego, pero a veces no- con un hombre. «Son muy territoriales», decía la guía, y solo permitía ser acariciado por personas del sexo femenino. Entretanto, la sensación, la impresión general con él era de candura, de inocencia. Es el delfín algo así como una genial mezcla entre candidez, inocencia, astucia y leve picardía, una superioridad no orgullosa sino algo mimosa, no mole sino ágil, no centrada en su ‘ego’ sino queriendo tomar contacto, agradar al que lo contempla.
Qué maravilla el delfín, qué maravilla el Castillo… Qué maravilla Dios, en todo su reflejo variopinto y uno de su Creación. Ahí está la escalera contemplativa para subir a Dios.
Por Saúl Castiblanco
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