Redacción (Jueves, 12-04-2018, Gaudium Press) Escuchaba por estos días en la radio uno de los programas noticiosos y de opinión más reputados de mi país, que hacía un ‘break’ en sus informes para hablar de una conferencia que en los días siguientes daría un médico sobre el poder de curación de la mente, o algo similar.
El presentador del médico, uno de los intelectuales más connotados en la nación, advertía a los escuchas que era éste un científico, alejado de cualquier cosa rara tipo ‘brujería’, y que sus afirmaciones estaban basadas en sesudos estudios como por ejemplo algunos de un organismo de la Universidad de Harvard.
Cuando comenzó a hablar y a presentar su próxima conferencia, recordaba ya el propio médico que los estados de ánimo tienen consecuencias fisiológicas, que sentimientos o pensamientos negativos ocasionan la producción interna de sustancias como el cortisol, el cual puede ser dañino en cantidades elevadas. Y también hablaba del neurotransmisor dopamina, muy presente en el sistema nervioso, que comúnmente ha sido asociada al ‘sistema del placer’ del cerebro, (aunque esta asociación sea contestada por ciertos científicos).
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Antes de la intervención del médico, se había escuchado un corto segmento de más o menos fino humor, que ciertamente había traído momentos de solaz a la audiencia, y que también era recordado por el profesional y más o menos puesto como ejemplo de cómo un estado de alegría podría ser beneficioso para la salud.
No vamos a hablar de la conferencia del profesional porque no la hemos asistido, ni del profesional porque solo lo escuchamos unos minutos. Pero -a raíz de lo arriba relatado- sí hablaremos de ciertos vendedores de falsas ilusiones y de esas falsas ilusiones.
El ser humano es un conjunto, unido, pero de partes diferenciadas, armónico. Ese conjunto no es solo compuesto por elementos materiales, sino que tiene un alma, su parte espiritual. Y como conjunto, lo que afecta a una parte afecta también al todo.
Es claro que, por ejemplo, si algo nos causa tristeza esto se reflejará en el cuerpo, de diversas maneras, sea en la producción de hormonas, en la afectación al sistema inmunológico, en la producción o el mecanismo de neurotransmisores, etc., etc. Y viceversa. Si degustamos una comida bien agradable y saludable -por ejemplo y para mi gusto personal un buen risotto, salpicado con algo de frutos del mar-, pues muy probablemente nos sentiremos contentos, experimentaremos sentimientos ‘positivos’, nuestro pensamiento fluirá más fácilmente hacia ideas «positivas». Esto ya lo ha constatado la ciencia, a la que entretanto todavía le falta mucho por descubrir en dichos campos.
Pero lo bobo y lo iluso es lo simplista, muchísimas veces presente -de forma explícita o implícita- en el noticiario cotidiano: «Pensamiento o actitud positiva, es garantía de buena salud y felicidad». «Piense feliz, y sea feliz». «Pensamiento positivo»; «actitud positiva»; «todo es actitud». Frases similares fueron y aún son proclamadas por doquier como la panacea, como el remedio a todos los males, como el secreto de la felicidad: y miren como está el mundo de peor…
Sin embargo lo más delicado de esa propaganda simplista es la abstracción que hace del mundo sobrenatural, del mundo de la gracia. Para ella, toda solución la tiene que encontrar el hombre en sí mismo, y resulta que el compuesto humano no fue hecho para auto-alimentarse, sino para alimentarse en Dios.
Por ejemplo, con el tema del sufrimiento.
Mucha -por no decir toda- de esa literatura tipo autoayuda tiene como premisa que hay que evitar a toda costa todo sufrimiento, lo que por demás es imposible en este valle de lágrimas. Entonces cuando éste llega, el hombre formado en las tesis «auto-ayuda» buscará llenarse de pensamiento «positivo», querrá generar en sí la consabida actitud «positiva», procurará otros mil artilugios para hacer desaparecer el sufrimiento. Pero con mucha frecuencia éste no va a desaparecer, y la única manera de enfrentarlo es a veces con la resignación, la paciente resignación cristiana, auxiliada por la gracia, que encuentra que el sufrimiento es también un camino para ir hacia Dios, para alejarnos de las meras preocupaciones de esta tierra y viajar hacia la eternidad. Si el propio Hijo de Dios quiso sufrir, quien soy yo para desechar sus caminos…
Si hay alguien débil, son las nuevas generaciones, acostumbradas al facilismo, a la pronta gratificación placentera, al poco esfuerzo suplido por los adelantos de la técnica. Y entonces: ¿somos los moles y flojos habitantes de esta neo-aldea global los que vamos a invocar las ‘super-fuerzas’ interiores que no tenemos para enfrentar los crecientes desafíos de esta vida? No seamos locos, pues loco es el que no recurre a Dios, a la Virgen, a sus santos, a los ángeles, a la gracia que ellos nos dan.
Ahí siempre ha estado la gracia, esa ayuda que Dios envía normalmente al que la pide, para iluminar la inteligencia, fortalecer la voluntad y templar la sensibilidad. Pero hoy ella es más necesaria. Con la gracia, tendremos pensamientos «positivos» inclusive cuando estemos padeciendo sufrimientos, o seamos agobiados por incertidumbres. Con la gracia tendremos energías renovadas para enfrentar la lucha de todos los días, y sentiremos, incluso en medio de los dolores, que con Dios saldremos adelante, hasta más allá de las puertas de la muerte.
La gracia es esa cosa verdaderamente «positiva» que lo puede todo. Por eso hay que pedirla, hay que rezar.
Por Saúl Castiblanco
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