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Viendo una "hoja" que caía…

Bogotá (Martes, 27-03-2012, Gaudium Press) Hace cerca de una semana salíamos en auto, junto con un Heraldo del Evangelio, de la Casa Madre de la Orden Segunda de esa comunidad, ubicada en Caieiras, en las afueras de San Pablo, Brasil.

La visita a la sede ‘Monte Carmelo’ había sido de cuento de hadas, pues la sede es un tanto de cuento de hadas: una capilla en el más puro gótico, iluminado, de vivaz colorido en su interior, de pisos de inspiradas figuras simétricas -en esas piedras tan bellas que habitan el Brasil, pulidas, pisos que daba temor pisarlos de tan obra de arte que son-, techos en puntas suaves de tonos refulgentes, con estrellas doradas, vitrales, figuras de santos…; un refectorio gigantesco también en estilo gótico, pero con tonos más claros, con puntas de arcos que descendían del cielo sin tocar el suelo y que se configuraban ellos mismos como expresivas ‘lámparas’ que al tiempo de difuminar su ‘luz’ atraían nuestra atención hacia las puntas de sus arcos, y de ahí hacia el infinito, hacia un más allá por encima de lo que nuestros ojos alcanzaban a contemplar…

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Foto: Lorraine Phelan

Aún «iluminados» con esas visiones, salíamos de esa sede lentamente -casi en actitud de oración- por un camino un tanto sinuoso y solitario, cuando la caída serena y en cadencia rítmica de una ‘hoja’ especial, de un amarillo traslúcido y con brillo, enfrente de nuestro auto, atrajo decididamente nuestra atención.

Sin decirnos nada iniciamos encantados la observación, el conductor aminoró aún más el paso del vehículo. Entretanto, y de forma sorpresiva esta ‘hoja’ ascendió unos pocos centímetros para luego volver a caer mecida por el viento, para una vez más retomar su elegante vuelo: la ‘hoja’ tenía vida y era una maravillosa mariposa dorada de fin de verano. A esta primera se le sumo otra, y una más.

No eran nada comunes, ni mucho menos su danza. Todo en ellas era elegancia, una elegancia de simplicidad, una elegancia juvenil e inocente, elegancia de movimientos leves y por momentos ágiles, había en ellas mucha categoría. Las figuras que se podían co-rrelacionar a ese espectáculo invadían nuestras mentes. Ellas eran como castas danzarinas de clausura de una noble obra musical.

Eran algo así como los ángeles que nos habían acompañado en la visita a la sede, que se habían materializado, que así anunciaban y demostraban su anterior presencia, y que simbolizados por esas maravillosas criaturas de Dios, se despedían de nosotros, ya con la saudade y el pedido de un próximo encuentro.

Aún con esa imagen en el espíritu, recordaba también días después haber leído en las memorias autobiográficas de Plinio Côrrea de Oliveira, una magnífica descripción que hacía sobre el gusto que él de niño tenía también por las «borboletas» (mariposas), y fuimos después a indagar:

«Las cosas que Dios creó, sean estrellas, sean mariposas -a lo que yo era muy sensible- azules y verdes, volando dentro de Baltasar [terreno de un amplio parque, que frecuentaba y que él había bautizado con ese nombre] y me dejaban encantado. Yo las buscaba y ellas no se dejaban coger. Pero yo quedaba encantadísimo con las mariposas. Todas esas cosas hacen en el alma de la persona inocente aparecer un cierto rebrillo, un cierto fulgor de una belleza y de un deleite interno, que la persona no explica bien, pero que, en la realidad, es un rebrillo de los símbolos de Dios…»

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Foto: Bill Bouton

Cuantas ‘mariposas’ doradas de final de verano hay a nuestro alrededor. No es sino pensar en cada atardecer, ninguno se repite, cada uno es magnífico, de una simbología especial y diversa. Admirarlos es casi un gesto de buena educación con todo un Dios que los creó para su gloria y para que por su intermedio lo pudiésemos conocer.

Entretanto, el egoísmo, la ambición, la búsqueda desmedida de dinero y de placeres meramente sensibles, tal vez nos hayan vuelto ciegos a esos maravillosos espectáculos.

Y sin embargo ellos son como la sabiduría, que según el libro de los Proverbios está tocando a nuestras puertas, constantemente y a toda hora, implorándonos una audiencia, que la escuchemos, que la dejemos transmitir su mensaje portador de verdadera felicidad.

El egoísta no admira verdaderamente. Y sin embargo, no sabe de lo que se pierde, pues vivir lo que se dice vivir, y con profunda alegría espiritual, es vivir en la admiración.

Por Saúl Castiblanco

 

 

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