Bogotá (Lunes, 12-09-2011, Gaudium Press) Panis Angelicus, letra de santo Tomás de Aquino y música del compositor Franco-Belga César Franck, es una interpretación de algo más que un concepto teológico surgido de la potente creación intelectual del Aquinate, como de la creatividad armoniosa del sufrido compositor.
Nadie que lo haya escuchado interpretado por Pavarotti, Placido Domingo, Bocelli o incluso la niña Jackie Evancho puede negar que reporta a la sublimidad. Es realmente un canto para que -tanto el cantor como los que lo escuchan- fácilmente queden asumidos un largo momento por su propio ángel custodio.
Resuene en las más altas bóvedas de una iglesia gótica en o en las acústicas láminas de algún auditorio moderno de occidente u oriente, el canto evoca el mayor y más sobrenatural misterio del cristianismo auténtico: la transustanciación. Tiene que estar muy turbia el alma ya, y encallecida, para no dejarse sensibilizar por su letra y su armonía. Al suave desabrochar como una rosa, sus notas y las bellas palabras en latín, transforma los semblantes en una indescriptible combinación de gravedad y ornato que hace de los rostros hieráticas expresiones pensativas, despegando vuelo hasta parajes extraterrenos. Basta ver cuidadosamente las caras de los asistentes en cualquier sala o lugar donde se cante, para confirmar que lo eterno existe y el hombre lo apetece. Son apenas unos minutos de un incienso invisible, sin aroma ni color, como si solamente fuera hecho para percibirse en estado de gracia.
Panis Anglelicus es uno de los cinco himnos eucarísticos que Santo Tomás compuso, como cinco blancas motas de algodones suaves para taponar las cinco heridas de Jesús. Reparación aunque insuficiente, al menos con buena intención de parte de una humanidad hipotecada a ese gran acto de amor que fue nuestra redención. Tal vez si Franck no lo hubiese armonizado en esa bella composición, probablemente no entenderíamos tan conmovedoramente que de hecho Cristo es pan de ángeles, pan del Cielo convertido en pan que come el señor, el siervo y los humildes.
Fue compuesto hacia 1872, en una Francia resentida y derrotada por los prusianos y los atropellos de la commune de París. Es increíble que de entre los escombros humeantes de un trance tan doloroso para la hija primogénita de la Iglesia, surgiera un canto así, hecho para ser interpretado por tenor, órgano, violonchelo, contrabajo y arpa. Voz e instrumentos musicales de una civilización como no hubo una antes sobre toda la tierra, excepto muy probablemente la del Paraíso. Y precisamente por las legítimas nostalgias de este, es que estos dos cristianos -un teólogo santo y simple laico organista de iglesia- compusieron himno y música con más de cinco siglos de distancia entre los dos, reflejo de una milagrosa continuidad imperecedera que aún llega hasta nuestros días.
Por Antonio Borda
Deje su Comentario