Redacción (Miércoles, 31-08-2011, Gaudium Press) No hay ningún período de la historia de la Iglesia cuya importancia sobrepase a la de los primeros siglos de la era cristiana. Esta semilla de Cristiandad, que a pesar de perseguida y torturada, fue impulsada por una prodigiosa vitalidad.
Viendo la Iglesia naciente, nos viene a la mente la parábola evangélica del grano de mostaza, la menor de las semillas, pero que da vida a un árbol donde las aves del cielo se abrigan y en él hacen sus nidos…
Pequeñito era este grano de mostaza. Entretanto, contenía en sí el Espíritu de Dios.
Pasados menos de dos siglos, con una rapidez que nos deja atónitos, la Iglesia se hizo presente en todas partes, lanzando raíces tan sólidas que ya nadie las podrá arrancar.
La Buena Nueva del Evangelio fue llevada a innúmeras tierras y germinó de modo prodigioso. Ya a mediados del siglo II, son innúmeras las pruebas de la penetración del cristianismo en todas las regiones y en todas las camadas del Imperio Romano.
Entretanto Jesucristo, el autor de tan grande maravilla, no escribió palabra alguna. A no ser una vez y sobre la arena. No fundó ninguna academia y nunca se preocupó en fijar sobre el papiro las doctrinas que pronunciaba. Jesús solo habló. ¡Y con qué arte, con qué poder! ¡Jamás hombre alguno habló como este hombre!… (Jo 7, 46).
Sin embargo, aún no acabara el primer siglo y ya lo esencial de su vida y su mensaje existía bajo la forma de libros, de libros que leeremos siempre. Y el siglo II no se acabará sin que surja una verdadera literatura cristiana, destinada a renovar las semillas del espíritu. Su fecundidad intelectual es Admirable y sus efectos duran hasta hoy.
Con la muerte del último de los evangelistas termina el tiempo de la Escritura inspirada; comienza ahora una literatura propiamente dicha, hecha por hombres. Pero, como dijo Bossuet, por hombres «nutridos con el trigo de los elegidos, repletos de aquel espíritu primitivo que recibieron más de cerca y con más abundancia de la propia fuente». Hombres que fueron instruidos por el ejemplo de los apóstoles y que participaron directamente de la conquista del mundo por la cruz. Es al grupo de estos primeros escritores cristianos que damos el nombre de Padres de la Iglesia.
El origen
El nombre Padre nació de la expresión del amor y de la veneración de los primeros cristianos a sus obispos. El hombre antiguo tenía el bello concepto de que su catequista era el creador de su personalidad espiritual. Por eso con pleno derecho, podía denominarlo padre y él llamarse hijo. San Pablo en su primera carta a los Corintios decía así:
«Aunque tuvieseis diez mil maestros en Cristo, no tienes muchos padres; ya que fui yo que os generé en Cristo Jesús por el Evangelio. Por eso os conjuro a que seáis mis imitadores».
Este nombre hasta el siglo V se daba en general, solamente a los obispos. Entretanto San Agustín rompió esta barrera al citar a San Jerónimo que no era obispo, como testimonio de la enseñanza de la Iglesia en materia de pecado original, pues la santidad de su vida sería la garantía de la pureza de su pensamiento. (Contra Jul.,1,7 nums.31,34).
¿Qué condiciones debería llenar un escritor para serle dado el título de Padre de la Iglesia?
Rigurosamente son necesarias cuatro condiciones:
1- La ortodoxia doctrinal.
2- Santidad de vida.
3- Aprobación de la Iglesia.
4- Antigüedad.
En el estudio de la Patrología, (Nombre dado a la ciencia teológica que estudia la vida y las obras de los Padres de la Iglesia), algunos nombres no reúnen todas estas condiciones como Tertuliano, Orígenes, Fausto de Riez y otros. Estos se desorientaron en cierta altura de la vida y no volvieron a la ortodoxia. Pero gracias a los grandes servicios que prestaron mientras se encontraron ortodoxos, no dejaron de ser contados entre los Padres de la Iglesia.
Siguiendo a San Jerónimo, se llaman escritores eclesiásticos a todos los teólogos de la antigüedad que no se encuadran en las notas de doctrina ortodoxa y santidad de vida. (Vir.III.Prol.;Ep.112,3)
Los padres apostólicos
Existen también los llamados Padres Apostólicos que son los continuadores de la enseñanza de los Apóstoles. Estos tocan con sus manos el origen más lejano de la tradición cristiana. Según el decir de Santo Irineo: «Tenían todavía la voz de los apóstoles en los oídos y sus ejemplos delante de los ojos».
Fueron discípulos de los Apóstoles, como estos fueron de Cristo, formando de este modo la cadena ininterrumpida de la tradición, fuente teológica de inapreciable valor. Estos Padres fueron también los primeros en entender e interpretar la sublime doctrina de Jesús y a citar las Sagradas Escrituras.
Al principio no eran más que cinco escritores a quien así el patrólogo J. B. Cotelier (1672) clasificaba; tales eran Bernabé, San Clemente de Roma, San Ignacio de Antioquía, San Policarpo y Hermas. Más tarde agregaron a Papias.
Los Padres de la Iglesia supieron encontrar el exacto equilibrio entre el pasado y el futuro, entre los valores de la tradición y las audacias del emprendimiento. Sus escritos tienen un valor extraordinario. No tenían la intención de formar un nuevo estilo literario. Ansiaban eso sí, formar un nuevo estilo de vida.
Hay páginas que insisten principalmente en la doctrina moral, dan consejos sobre la forma de comportarnos en la vida. Invitan a la penitencia y denuncian las faltas y los errores con un vigor a los que nuestros tiempos ya no están acostumbrados. Sus obras son al mismo tiempo morales, místicas y teológicas, todas ellas suscitadas por la vida en espíritu.
Son los monumentos más antiguos de la Tradición en lo que se refiere a la fe. La materia de que tratan es inmensa; a decir verdad, es tan vasta como el mundo, inagotable; es el cristianismo entero.
La Lengua
La lengua del cristiano fue en primer lugar la griega. Hablada en todo Oriente y también en Roma, en el resto de Italia, África y al sur de Francia, principalmente en la clase culta. Esta lengua, dada la riqueza de sus vocablos y formas, constituía el órgano más apto para significar la abundancia de ideas propias al cristianismo. Pero a partir del siglo III, el latín fue sin excepción la lengua de los Padres de Occidente. El latín experimentó bajo el influjo de la Iglesia un considerable cambio.
A partir del siglo V, con la invasión de los bárbaros y la desagregación del Imperio Romano, llega al final el primer gran período de la historia de la Iglesia. La sociedad tomó una nueva orientación. Hubo una profunda modificación en la manera de hablar, escribir y vivir. El idioma latino entra en decadencia y comienza a dar origen a las lenguas neolatinas modernas.
Es también en esta época que se señala el final de la era de los Padres de la Iglesia. En occidente va hasta la muerte de San Isidoro de Sevilla en 636. En Oriente, hasta la muerte de San Juan Damasceno en 749.
Las virtudes suscitadas por Cristo en el alma humana iban a encontrar en las jóvenes naciones que habían de nacer, terreno propicio para lanzar raíces. A pesar de muchos momentos oscuros, este período verá brotar una civilización nueva, la civilización Cristiana de la Edad Media.
Si los Padres Apostólicos están lejos de nosotros en el tiempo, no están en el espíritu. Su influencia será profunda y fertilizante. Hasta hoy, no hay ningún gran escritor cristiano que no recurra a ellos de una forma o de otra. Y si los simples fieles los veneran más de lo que los conoce, es importante señalar en nuestros días el origen de esta fuente inagotable.
Pasados veinte siglos, podemos decir que aquel grano de mostaza, lanzado en la pobre tierra de Palestina por el Divino Sembrador, alcanzó las dimensiones de un árbol inmenso, a cuya sombra hoy se acogen todos los pueblos del mundo.
Por Inacio Almeida
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Bibliografia
O Gênio do Cristianismo. Chateaubriand
A Igreja dos Apóstolos e dos Mártires Daniel Rops. Editora Quadrante 1988.
Curso de Patrologia. ( Diocese de Braga, Portugal)
História Eclesiástica de São João Bosco.
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