Redacción (Martes, 06-09-2011, Gaudium Press) La mente divina es infinitamente rica de seres posibles y, aunque Dios los pueda crear a todos, solamente a algunos Él torna realidad. Así, cada uno de nosotros existió como un posible en la consideración de Dios, desde toda la eternidad [1].
A pesar de que Él no quiso crear todos los seres posibles, es enorme la cantidad de criaturas que han venido a la existencia por su poder.
Esta superabundancia, como ocurre con todos los actos de Dios, fue intencional; entre otras razones, procedió Él de esta forma para reflejar una mayor cantidad de perfecciones, [2] o incluso evitar la sensación de monotonía que podría fácilmente producirse en el alma humana. En esta inmensa obra que lo llevó a descansar en el séptimo día, el Creador quiso colocar una nota de altísima belleza: el simbolismo.
Sobre eso, nos enseña el Catecismo de la Iglesia Católica:
«En la vida humana, señales y símbolos ocupan un lugar importante. Siendo el hombre un ser al mismo tiempo corporal y espiritual, expresa y percibe las realidades espirituales por medio de señales y símbolos materiales. Como ser social, el hombre precisa de señales para comunicarse con los otros, por el lenguaje, por gestos, por acciones. Vale lo mismo para su relación con Dios (n. 1146)».
En esta tierra de exilio, uno de los mejores modos de comunicarnos con Dios y tener, así, algún antegozo de la visión beatífica es contemplar los símbolos del Creador puestos en el universo, pues «las perfecciones invisibles de Dios, su sempiterno poder y divinidad, se vuelven visibles a la inteligencia, por sus obras» (Rm 1, 20). O sea, desde que queramos, nos es dado discernir lo Invisible en lo visible, lo Infinito en lo finito, el Creador en las criaturas.
No hay duda que la belleza estética pura y simple tiene gran valor, pero la intelección de este valor no alcanzará su plenitud mientras no remita, de alguna forma, a través de su simbolismo, al propio Dios. De ahí que la belleza simbólica tenga una categoría muy superior a la estrictamente física.
Por Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP
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1 Cf. S. Th. I, q. 15, a. 2-3.
2 Cf. S. Th. I, q. 47, a. 1.
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