Bogotá (Jueves, 15-09-2011, Gaudium Press) Al preguntarnos si existe o no el cielo, no nos referimos a la felicidad eterna, pues el mero cuestionamiento ya nos colocaría fuera de la doctrina católica, cosa a la que más le tememos en esta vida: el cielo, entendido como gloria eterna existe y es una verdad de fe, definida como tal por el II Concilio de Lyon, y por Benedicto XII, entre otros.
Entonces, el cielo, o visión facial y goce fruitivo de Dios con todo el conjunto de bienes que le acompañan -o en la definición de Boecio, «la reunión de todos los bienes en estado perfecto y acabado», o en la definición tomista de «bien perfecto que sacia plenamente el apetito»- ese cielo querido y ansiado es claro que existe, y hacia su posesión todos tendemos, algunos por la recta vía, y otros por caminos descarriados.
Pero siendo el hombre cuerpo y alma, espíritu y materia, también le interesa saber si existe ese cielo material imaginado como ciudad perfecta, como lugar físico de maravillosa arquitectura, y de castos deleites, que sería su morada material.
Decimos a este respecto que «la divina revelación nada dice, y la Iglesia nada ha declarado oficialmente», según recuerda el insigne dominico Fray Antonio Royo Marín (Teología de la Salvación – Seguiremos citando a este teólogo).
Entretanto…
Los cuerpos resurrectos, ocuparán un lugar al final de los tiempos. Pues el cuerpo «por muy espiritualizado que esté, continuará siendo material y extenso, y tendrá que ocupar, por consiguiente, un determinado lugar», aunque de ello no se siga «que el cielo sea un lugar concreto y común a todos los bienaventurados», pues cada bienaventurado «podría tener su ‘lugar’ y su ‘cielo’ particular».
«Cada uno de los bienaventurados podría ver a Dios en un lugar distinto del de los demás, habitando, v. gr., cada uno en una estrella del firmamento. Ni esto establecería ninguna separación o aislamiento entre los bienaventurados, ya que todos estarían enlazados en una misma bienaventuranza y todos se verían perfectamente reflejados en la divina esencia como en un clarísimo y resplandeciente espejo. Y podrían hablarse y visitarse entre sí con grandísima facilidad, teniendo como tienen a su disposición el don de agilidad, en virtud del cual pueden trasladarse con la velocidad del pensamiento a distancias remotísimas.» Todo lo anteriormente expresado por el P. Royo Marín es claro. Pero nada obsta según la doctrina católica a imaginar después del final de los tiempos ciudades hermosísimas, tal vez de materiales desconocidos, pero que con sus características sublimes propias manifiesten también la gloria del creador a los hombres ya en gloria.
Por lo demás, después del fin del mundo, también será importante la gloria no solo del alma sino también la del cuerpo del hombre: «La gloria del cuerpo es completamente accidental con relación a la gloria del alma; pero es esencial e indispensable para la gloria del hombre, ya que el alma sola no es el hombre. Si no se produjera el hecho maravilloso de la resurrección y glorificación del cuerpo, no se podría hablar de la bienaventuranza del hombre, sino solo de la felicidad eterna de las almas» (Royo Marín, Teología de la Salvación).
Según la doctrina común de los Santos Padres, los cuerpos gloriosos tendrán las características de impasibilidad (imposibilidad de no sentir dolor o quebranto alguno), sutileza (sumisión completa al imperio del alma), agilidad (capacidad de locomoción a donde lo quiera el alma, a la velocidad del pensamiento), y claridad (o resplandor del cuerpo reflejo de la suprema felicidad del alma).
A esta nueva perfección del cuerpo glorioso, forzosamente corresponderá una nueva perfección del universo material en el cuál habitarán esos cuerpos. Las Sagradas Escrituras nos hablan de «nuevos cielos y nuevas tierras» como resultado de la catástrofe final o fin del mundo. Y es claro que estos nuevos cielos y nuevas tierras no serán ajenas a las delicias de los bienaventurados, quienes en el decir del P. Royo Marín, podrán apreciar «la variedad inagotable de las criaturas todas, esparcidas por la inmensidad de los espacios. El bienaventurado podrá recorrer la creación entera en todas sus direcciones, en excursiones maravillosas realizadas con el avión ultrarrápido de su propia agilidad. Y todo ello sin perder un instante de vista la divina esencia, objeto infinito que constituye la felicidad y gloria esencial del cielo».
Es cierto: sobre cómo serán estos nuevos cielos y tierras nuevas no podemos hacer más sino conjeturas. Sin embargo, «los nuevos cielos y las nueva tierra, cualquiera que sea la manera de concebirlos, se ofrecen al espíritu como una necesidad incontrovertible, una vez admitida la resurrección del cuerpo. Y aún podemos pensar que se imponen desde luego; porque un cuerpo no es más que un fragmento del universo, un microcosmos hecho a imagen del gran cosmos», según afirma el famoso Padre Sertillanges, en el Catecismo de los Incrédulos.
Y en ese universo material (que así cada vez más se va acercando a la consideración clásica del cielo concebido como lugar), no solo la vista del bienaventurado tendrá delicias elevadísimas sino también los otros sentidos.
Siguiendo a la interpretación de Santo Tomás que hace el P. Royo Marín, decimos que en el cielo el oído «percibirá las divinas alabanzas que subirán hasta el trono de Dios de boca de los bienaventurados y será recreado por armonías maravillosas, de las que las más sublimes de la tierra no son sino debilísimos ecos». «El olfato será recreado con suavísimos y fragantísimos perfumes ya que ese es su objeto propio y de otra manera no quedaría beatificado». «El gusto tendrá sus deleites apropiados», y finalmente el tacto «gozará de deleites purísimos y delicadísimos cuya verdadera naturaleza y alcance no podemos precisar en este mundo».
Como dice el P. Ruiz Amado en su obra El Cielo, «no sabemos lo que allí veremos, pero sí que nuestros ojos estarán perpetuamente llenos del deleite mayor que puede procurarles la vista de los más bellos objetos. No sabemos lo que allí oiremos, pero sí que nuestros oídos estarán eternamente llenos del placer que aquí les causan las más suaves músicas y dulces palabras. Ignoramos qué oleremos, gustaremos y tocaremos en el cielo corpóreo, sino que nuestro olfato, nuestro gusto y nuestro tacto estarán perpetuamente gozando el mayor deleite que aquí pueden producirnos sus más gratas impresiones».
Por Saúl Castiblanco
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