Redacción (Martes, 31-10-2017, Gaudium Press) «Señor dueño nuestro, ¡qué admirable es Tu nombre en toda la tierra!», nos dice el Salmo (8, 2). Contempla el salmista las maravillas de la creación, los astros que se muestran en la grandeza del cielo, los animales al servicio del hombre.
Todo al servicio del hombre – «rey de la creación» – y éste al servicio de Dios. «Le diste el mando sobre las obras de tus manos, todo lo sometiste bajo sus pies» (8, 7), continúa el Salmo. Dios le da el señorío sobre todo lo creado, haciéndolo a su imagen y semejanza para que «domine los peces del mar, las aves del cielo, los ganados y todas las bestias de la tierra» (Gen 1, 26). Realmente, recordando esto, bien podremos repetir: «¡qué admirable es Tu nombre Señor, en toda la tierra!».
La belleza de la creación está en la variedad, en lo que podremos llamar, la desigualdad de las cosas. Esta variedad armónica del conjunto, pues cada cosa era buena y el conjunto mejor, nos lleva a la temática que queremos comentar hoy con nuestros lectores.
Incentivo normalmente a los padres de familia a que lleven sus hijos a visitar el jardín zoológico, pero que no se detengan excesivamente en los monos (para no confundirlos con quienes no son nuestros «antepasados»). Verán allí los niños las maravillas de la creación animal. Los jardines botánicos – también recomendable – por lo estático si bien que bello, para los niños de hoy, no es lo más didáctico ni «entretenido-educativo». Es que en el zoológico verán, grandes y chicos, la inmensa variedad de la creación, con las características propias cada animal, unos más lindos que otros, otros más raros que los más lindos. Que una jirafa con su cuello altísimo, o un elefante con su pesadez y singular trompa, ya sea un león con su melena y altivez de «rey», o un bello pájaro, cuando no, hasta una horrible serpiente. En fin, largo sería el recorrido y comentario sobre las características «psicológicas» de cada animal. Unos mansos, otros agresivos, algunos amistosos, otros quietos en su pereza, otros caminando y trepando singularmente, los que nadando, en su elegancia, como el caso de un cisne. ¡Qué admirable!
Esto pone ante nuestros ojos una realidad: Dios creó un mundo desigual. Sea en el reino mineral (desde una bella piedra preciosa a un metal simple como el hierro), sea en el reino vegetal con su variedad de colores y formas, sea en el ya comentado reino animal, llegando a los hombres. El universo que nos rodea nos deja encantados. Todo en él fue admirablemente dispuesto por Dios; no hay lo que no tenga razón de ser, para deleite de los sentidos.
Pero vayamos a lo que nos toca más de cerca: nosotros mismos. Y nos preguntemos: ¿somos todos iguales? La respuesta inicial que sale de nuestros labios es que todos somos hijos de Dios, y naturalmente, por eso mismo, todos iguales, seres humanos, en ese aspecto fundamental. Pero, para llegar a comprender que ésta igualdad no es sino lo básico o esencial, bien esclarecía a los hombres de todos los tiempos León XIII en su encíclica «Quod Apostolici Muneris»: «la Iglesia, con mucha más sabiduría y buen sentido, reconoce la desigualdad entre los hombres, que nacen con diferentes fuerzas de cuerpo y espíritu». Con lo que comprendemos que esta desigualdad, secundaria, proviene del propio autor de la naturaleza, Dios.
Decía el pensador católico brasileño Plinio Corrêa de Oliveira en una de sus tantas conferencias (7-2-87): «Una sociedad jerárquica, es decir dividida en diversas clases sociales, una sociedad desigual, en la cual ella tenga en su entorno, un equilibrio, una proporción que, por más que unos sean altos, a los menores se les de toda la honra y toda la consideración que cada ser humano merece. Por más que algunos sean opulentos, tengan dinero, es preciso que haya en las manos de los menos afortunados las condiciones de vivir suficientes para garantizar la salud, el bienestar, un nivel razonable de enseñanzas, las condiciones de vida por las cuales es propio a un hombre subir, perfeccionarse y elevarse. De manera tal que en esta proporción entre desigualdades existe la sociedad cristiana verdadera que no es una sociedad de iguales, ni tampoco una sociedad de brutalmente desiguales, es una sociedad de proporcionalmente desiguales».
Un poco parecido con una familia que tiene muchos hijos, en la cual, el hijo más viejo tiene más destaque, tiene más importancia, y después el menorcito menos, pero todo se distribuye fraternalmente en esta desigualdad. Hay una cierta analogía con la existente desigualdad de las clases sociales.
En la Encíclica «Ad Petri Cathedram», San Juan XXIII afirmaba: «Quien se atreve a negar la desigualdad de las clases sociales va contra las leyes de la misma naturaleza.».
Más aún, podríamos afirmar que, en ese modelo de sociedad cristiana de proporcionalmente desiguales, todos los miembros deberán vivir en el hábito de la práctica de los Mandamientos de la Ley de Dios, de tal manera que ese ambiente los invite a la práctica de la virtud, y dificulte en el hombre la práctica del pecado. Una sociedad así, en el combate constante al pecado y en la defensa de la ortodoxia y de la moralidad, es la verdadera sociedad, ordenada y auténticamente cristiana.
¿Por qué querer una sociedad así? Porque Dios así quiso. ¿Por qué Dios quiere que la sociedad sea así? Para que los hombres, siendo buenos, virtuosos, en su vida terrena, pues, se harán parecidos al propio Dios, lo amarán, y le darán la gloria merecida: «Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, como era en un principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén».
Por el P. Fernando Gioia, EP
(Publicado originalmente en www.lausdeo.world)
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