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Delante del Divino Maestro

Redacción (Miércoles, 17-08-2016, Gaudium Press) Le fueron, entonces, presentados algunos niños para que pusiese las manos sobre ellos y orase por ellos. Los discípulos, sin embargo, los alejaban. Les dijo Jesús: Dejad que vengan a mí estos niños y no lo impidáis, porque el Reino de los cielos es para aquellos que se les asemejan. Y, después de imponerles las manos, continuó su camino.

Un joven se aproximó a Jesús y le preguntó: Maestro, ¿qué debo hacer de bueno para tener la vida eterna? Le dijo Jesús: ¿Por qué me preguntas respecto a lo que se debe hacer de bueno? Solo Dios es bueno. Si quieres entrar en la vida, observa los mandamientos. ¿Cuáles?, preguntó él. Jesús respondió: No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no dirás falso testimonio, honrarás a tu padre y tu madre, amarás a tu prójimo como a ti mismo. Le dijo el joven: He observado todo esto desde mi infancia. ¿Qué me falta todavía? Respondió Jesús: Si quieres ser perfecto, ve, vende tus bienes, dáselos a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo. ¡Después, ven y sígueme!

Oyendo estas palabras, el joven se fue muy triste, porque poseía muchos bienes. Jesús dijo entonces a sus discípulos: En verdad os declaro: ¡es difícil para un rico entrar al Reino de los cielos! Yo os repito: es más fácil un camello pasar por el fondo de una aguja que un rico entrar al Reino de Dios. A estas palabras sus discípulos, pasmados, preguntaron: ¿Quién podrá entonces salvarse? Jesús miró para ellos y dijo: Al hombre esto es imposible, pero para Dios todo es posible. (Mt 19, 13-26)

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En este pasaje del Evangelio, rico en significados, podemos notar dos interesantes disposiciones de alma: la de los niños y la del joven rico. Aquellos aceptan y se deleitan con la divina influencia del Salvador, y también le dan alegría; este rechaza la invitación para ser apóstol, y deja a Nuestro Señor, entristeciéndolo. En dos ocasiones, Nuestro Señor demuestra una bondad sin límites y un cariño conmovedor; sin embargo, obtiene dos reacciones opuestas. ¿Por qué?

Aunque, aparentemente, los dos hechos nada tengan de común entre sí, analizándolos bien, vemos que vienen de un solo, pero fundamental, principio de vida espiritual: la salvación no es fruto del esfuerzo; no se santifica quien busca, delante de Dios, apoyarse en sus propias obras y méritos. Y es justamente esta la disposición de alma de los niños: «Quien es pequeño no se juzga un coloso ni autosuficiente, sino dependiente». 1 Todo lo que precisa, el niño lo pide a los padres; los busca infaliblemente en sus dificultades, no porque se juzgue digno de ser atendido – porque no es capaz de nada solito -, sino porque solo confía en ellos; no busca ser grande ni independiente, sino solamente amarlos, y ser por ellos también amado; por más que lo castiguen, los busca y los prefiere entre todos los otros.

Es el principal motivo por el cual los niños agradan tanto a Nuestro Señor: la confianza con que se aproximan a Él y su gran inocencia, que los torna capaces de abandonarse ciegamente a sus divinos cuidados.

¿Cómo habrá sido la convivencia del Redentor con aquellos pequeñitos? Tal vez Él los hubiese abrazado, impuesto las manos, concediendo salud, fuerza, sabiduría y gracias incontables; y ellos con su vivacidad infantil, ciertamente hicieron un alboroto alrededor de Él… 2

Es, por tanto, lo que Él nos quiere decir en ese Evangelio, cuando afirma que si nos hacemos «como niños» en nuestro relacionamiento con Dios, nuestro Padre – y con Nuestra Señora, nuestra Madre -, solamente así, entraremos al Reino de los Cielos.»

Otra, entretanto, fue la reacción del joven rico ante el llamado del Divino Maestro. Se ve que él buscaba apoyarse en la práctica de los Mandamientos, que decía haber siempre observado: «He observado todo esto desde mi infancia». Sin embargo, eso no es suficiente. Nuestro Señor quería de él algo más, la única cosa que importa realmente: que él le entregase el corazón. La Infinita Misericordia buscaba no las buenas obras solamente, sino simplemente el amor de aquella alma. Algo tan natural y fácil para los pequeñitos, pero que él, tan «justo», no supo dar.

Aquel joven infeliz pidió la vida eterna; en el fondo, creía que esta le sería concedida porque observaba los artículos del decálogo y era, por tanto, bueno. No esperaba en la misericordia divina, sino en su propio esfuerzo. Sin embargo, ningún hombre puede merecer el Cielo, porque «a los hombres hasta esto es imposible».

No es verdad que si él fuese como los niñitos y dijese; ¿»¡Señor, yo no merezco nada, pero, por compasión, dame la vida eterna!», habría ciertamente alcanzado el Reino de Dios? ¿No habría él sido incomparablemente más feliz escogiendo la vía del amor, la vía de los pequeñitos?

Por tanto, clara está la respuesta a la pregunta de los Apóstoles: «¿Quién podrá, entonces, salvarse?» Los que se vuelvan como niños y, libres de toda la riqueza, se lancen en los brazos de Nuestro Señor, que sin duda es el mejor de todos los padres y nos ama infinitamente más que todos ellos.

Por Bruna Almeida Piva

1 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. A inocência, a eterna lei… In: O inédito sobre os Evangelhos. Città del Vaticano-São Paulo: LEV; Lumen Sapientiæ, 2014, v.IV, p.415.
2 Cf. Ibid., p.414.

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