Redacción (Miércoles, 04-05-2016, Gaudium Press) Querido lector, ¿ya le sucedió de entrar a una iglesia, y extasiarse delante de las maravillas dentro encontradas? ¡A veces son obras de arte de los siglos pasados o reliquias de santos que recuerdan la vida de los justos en la tierra! Pero, cuántas veces también, el alma del visitante «se eleva hasta los pies de Dios al son del órgano, al desarrollo grave y acompasado de la música sacra…».
Puede ocurrir eso en una antigua y majestuosa catedral gótica, que retiene en sus ojivas seculares unos restos de claridad colada a través de los vitrales, mientras desaparece en el cielo, lentamente, un sol crepuscular. Pero también, y cuántas veces, ocurre en una iglesia ‘obrera’, en la cual se pueden observar mujeres paupérrimas, mendigos, operarios exhaustos y miserables de los arrabales, que van a dirigir a Dios, después de un día de intenso trabajo, preces confiadas.
Interior de la iglesia de Ars, Francia |
Mas, tanto en un templo cuanto en otro, invariablemente, de dentro del sagrario, el Señor invisible consuela a todos, repitiendo, sin palabras, el sermón de la montaña: «Bienaventurados los que lloran, los que sufren, los que tienen sed de justicia…»
Un lenguaje sacro
Todo eso forma parte del lenguaje de la Iglesia, que a través de los ambientes creados por ella en la Casa de Dios, que es el templo católico, nos facilita el contacto con lo sobrenatural y predispone nuestras almas para la gracia de Dios.
Nosotros, hombres, comunicamos ciertas notas al ambiente donde estamos. Más aún, tenemos gestos, actitudes y modos de hablar que expresan nuestra mentalidad y son coherentes con ella, son síntomas de ella.
Ahora, en la Iglesia, pasa algo parecido: todos los gestos de la liturgia católica revelan la misma mentalidad, como si fuese el gesticular de una sola persona.
Sea en una Misa, en una bendición del Santísimo, en un casamiento, en un bautizo o cuando un enfermo recibe la unción, que va ayudarlo a superar la enfermedad o prepararlo para la vida eterna, siempre nos acoge el mismo lenguaje sagrado expresado de modos diversos, según las circunstancias.
Acción sagrada por excelencia
Pero, ¿qué es propiamente la liturgia? Ella es una realidad viva y rica al mismo tiempo, comprensible únicamente por los que en ella participan y que no se deja fácilmente encerrar en un solo concepto.
A veces nos equivocamos cuando pensamos que la liturgia de la Iglesia es apenas la parte externa y sensible del culto divino o un bello aparato ceremonial. O entonces las normas con que la jerarquía ordena los ritos sagrados.
Pío XII, en la encíclica Mediator Dei (1958), rechazó semejantes apreciaciones y subrayó la realidad sobrenatural de la liturgia al decir que ella es el ejercicio de la función sacerdotal de Cristo.
Y el Concilio Vaticano II (1963), retomando esa misma idea, explicitó que en la liturgia «las señales sensibles significan y, cada uno a su manera, realizan la santificación de los hombres; en ella, el Cuerpo Místico de Jesucristo – cabeza y miembros – presta a Dios el culto público integral. Por tanto, cualquier celebración litúrgica es, por ser obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo que es la Iglesia, acción sagrada por excelencia, cuya eficacia, con el mismo título y en el mismo grado, no es igualada por ninguna otra acción de la Iglesia».
Cuando, en lo alto de la Cruz, el Divino Salvador murió por nosotros, de su costado divino brotó la Iglesia, que a lo largo de los tiempos fue configurando su liturgia, con características propias para cada pueblo de la tierra, haciendo así una recapitulación de la obra de la Salvación: con Jesucristo, finaliza la época de los símbolos y comienza la época de lo simbolizado; termina la figura y se presenta al mundo la figura que inaugura el culto «en espíritu y verdad» (Jn 4, 24).
Por eso, la liturgia terrestre, cuando bien realizada, con amor, piedad y belleza, invita a los fieles a pre-degustar ya la liturgia celeste de la «ciudad santa, la nueva Jerusalén» (Ap 21, 2).
Modelando los hombres
Benedicto XVI, al ser interpelado respecto a lo que hace falta para una verdadera y recta renovación en la Iglesia, responde simplemente diciendo que el destino de la fe y la Iglesia se define, más que en otro lugar, en el contexto de la liturgia. Porque donde los hombres nos ponemos en comunicación con Dios, donde podemos «tocarlo» y donde recibimos instrucción y fuerza, es en la acción litúrgica.
Nosotros salimos de nosotros mismos para ir más allá, entregarnos a Dios y dejarnos «tocar» por Él: es la experiencia de Dios vivida en comunidad.
Si todas las iglesias, cada una en la medida de sus posibilidades, cuidase de su liturgia en las actitudes, movimientos, sonidos, ornamentos y copas sagradas, palabras, oraciones, etc. con esta perspectiva, ¿no es verdad que muchas personas que se alejaron no lo habrían hecho?
Compenetrémonos y sepamos explicar que la Iglesia es una institución existente desde Jesucristo hasta hoy. Ella transmite un conjunto de convicciones (son las verdades de la fe), un conjunto de normas (son las leyes de la moral). La Iglesia no es un conjunto de libros, sino un conjunto de virtudes practicadas y transmitidas de generación en generación. Tales virtudes, efectuación en la vida humana de las enseñanzas propuestas por la fe e indicadas por la moral, van así modelando a los hombres en todos los lugares del mundo y en todos los tiempos.
Por José Alejandro Mendoza.
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1 – CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. O Legionário, nº 93. São Paulo, 1932.
2 – MARTIMORT, Aimé Georges. La Iglesia en Oración. Introducción a la Liturgia. Barcelona: Herder, 1992, p. 41-44.
3 – CONCÍLIO ECUMÊNICO VATICANO II. Constituição Conciliar Sacrosanctum Concilium sobre a Sagrada Liturgia, n. 7.
4 – FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ, Pedro. Introducción a la liturgia. Conocer y celebrar. Madrid: San Esteban-Edibesa, 2005, p. 243.
5 – BENEDICTO XVI. Luz del mundo. El Papa, la Iglesia y los signos de los tiempos. Una conversación con Peter Seewald. Bogotá: Herder, 2010. p. 163-165.
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