Redacción (Sábado, 11-05-2019, Gaudium Press) Las apariciones de Nuestra Señora en Fátima, Portugal, que comenzaron un 13 de mayo del año 1917, conformaron un recorrido de diálogos y visiones que tuvieron los tres humildes pastores. Lucía veía, oía y hablaba, era la que podríamos llamar interlocutora junto a la Santísima Virgen; Jacinta veía y oía; Francisco, veía, pero no oía.
«Vengo a pediros que volváis aquí durante seis meses seguidos, los días 13, a esta misma hora», les dice en la primera aparición. Una verdadera cita de honra para con los niños. Pero, no les dijo quién era ni lo que quería. Sí agregó: «Y volveré aquí una séptima vez», lo que es para muchos una misteriosa promesa de la que aún no se sabe cuándo ocurrirá. Llena los pensamientos de misterio.
Si consideramos que las apariciones fueron hace más de cien años, quedamos perplejos con el maternal pedido a los niños en esta aparición, inicio de una serie: «¿Queréis ofreceros a Dios para soportar todos los sufrimientos que os quiera enviar, en reparación por los pecados con que Él es ofendido, y en súplica por la conversión de los pecadores?»
Un siglo atrás, querido lector, el mundo era bien diferente: el cine era incipiente, no había televisión, menos aún celulares e internet, las vestimentas eran bien otras, la familia era una institución firme, etc. Sin embargo, la violación de los Mandamientos de la Ley de Dios ya eran un tema central, que pedía reparación.
El tiempo corrió, el proceso de degradación de las sociedades fue avanzando, especialmente en los últimos años, de forma vertiginosa. Si recordamos las palabras de San Juan Pablo II, 65 años después de Fátima: «¡El pecado adquirió, así, un fuerte derecho de ciudadanía y la negación de Dios se difundió en las ideologías, en las concepciones y en los programas humanos!» (13-5-1982); suenan, a nuestros oídos, como una verdadera profecía, ante lo que está ocurriendo en los días de hoy.
La impiedad ha ido ganando terreno, ni que hablar de la impureza en las costumbres, en la vida de los hombres. Una verdadera crisis moral, y por lo tanto religiosa, afecta a la sociedad contemporánea. Las modas con la abolición del pudor, las músicas, la crisis de la familia, la juventud que se va descarriando, la penetración de la droga, el convivio social resquebrajado, legislaciones que no respetan la vida del niño por nacer o del anciano, robos, asesinatos, violencia generalizada en todos los campos, y tantas cosas más.
«¡La lista es alarmante! Sin embargo, no es sorprendente, ¿qué otro fruto podría cosechar, una sociedad que hizo oídos sordos al mensaje de Nuestra Señora?», afirma Monseñor João Scognamiglio Clá Días en su libro: «Fátima, por fin Mi Inmaculado Corazón triunfará» (pedidos al 2273-1877).
El Mensaje de Fátima es un llamado que tiene su íntima relación con los pecados del mundo en su momento, y de lo que vendría después. En la sexta aparición, en el mes de octubre, la Santísima Virgen, «tomando un aspecto más triste, agregó: No ofendan más a Nuestro Señor, que está muy ofendido». Fueron sus últimas palabras antes de las variadas visiones que tuvieron los pastorcitos, especialmente Lucía, y del «milagro del sol», asistido por más de 70 mil personas el 13 de octubre de 1917.
Se cerraba el ciclo de las seis apariciones de Fátima con una seria amonestación, con fisonomía triste y con una frase fuerte y lapidar: «no ofendan más».
Tristemente, los hombres se fueron olvidando de Dios y sus Mandamientos, viviendo como paganos, para no decir en un salvajismo que deja a los buenos asustados y perplejos, preguntándose, ¿hacia dónde va el mundo? Parafraseando a Juan Pablo II, vemos cómo, «el desmoronamiento de la moralidad trae consigo el desmoronamiento de las sociedades».
«Una sensación de desorden, de tensión y de descontento se descubre en todos los estratos sociales, y se advierte un alarmante aumento de la inseguridad, de la criminalidad, del consumo de drogas, de confusión moral. Situación angustiante, en la que cada uno tiene la impresión difusa de un peligro que ronda. El mundo está enfermo de una dolencia que parece incurable sólo por medios humanos» (Mons. João S. Clá Días). Enfermo del peor de los males que es el pecado.
Es el momento de elevar los ojos el Cielo y suplicar, con la bella oración, la Salve Regina: «Dios te salve, Reina y Madre de Misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra, Dios te salve». Bien Ella nos dice, en la aparición del mes de junio, que Dios «quiere establecer en el mundo la devoción a mi Inmaculado Corazón. A quien la abrace, le prometo la salvación».
¿Qué medios utilizar para caminar junto a María Santísima, haciendo eco en nuestros corazones de la advertencia y de la promesa?, pues, nada mejor que: aumentar la devoción a la Santísima Virgen los que ya la tienen, y los que se han olvidado de esta bondadosa Señora, que retomen el camino agarrándose de su mano maternal; la oración, especialmente el rezo del santo rosario y penitencia, es decir, sacrificios, espíritu de cruz. Estas tres actitudes, les aseguro, nos llevarán a la salvación eterna.
Es porque el mundo se olvidó de Ella, dejó de lado la oración y abandonó el espíritu de sacrificio, que está sumergido en el lodazal de pecado que nos rodea, y que nos traen a la memoria las palabras de la Virgen, después de la visión que tuvieron los pastorcitos en el mes de julio de 1917: «Visteis el infierno a donde van a parar las almas de los pobres pecadores. Para salvarlas, Dios quiere establecer en el mundo la devoción a mi Inmaculado Corazón».
Por el P. Fernando Gioia, EP
(Publicado originalmente en La Prensa Gráfica, 11 de mayo de 2019)
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