Redacción (Martes, 24-05-2016, Gaudium Press) Los cristianos de la Iglesia de la antigüedad en Grecia, Egipto, Antioquía, Éfeso, Alejandría y Atenas acostumbraban llamar a la Santísima Virgen con el nombre de Auxiliadora, que en su idioma, el griego, se dice con la palabra «Boetéia», que significa «La que trae auxilios venidos del cielo».
San Sabas de Cesarea en el año 532 llama a la Virgen «Auxiliadora de los que sufren» y narra el hecho de un enfermo gravísimo que llevado junto a una imagen de Nuestra Señora recuperó la salud, y que aquella imagen de la «Auxiliadora de los enfermos» se volvió sumamente popular entre la gente de su siglo.
En las iglesias de las naciones de Asia Menor la fiesta de María Auxiliadora se celebra el 1 de octubre, desde antes del año mil (En Europa y América se celebra el 24 de mayo).
En el año 749, San Juan Damasceno es el primero en propagar esta jaculatoria: «María Auxiliadora rogad por nosotros». Y repite: «La Virgen es auxiliadora para conseguir la salvación. Auxiliadora para evitar los peligros, Auxiliadora en la hora de la muerte». San Germán, Arzobispo de Constantinopla, año 733, decía en un sermón: «Oh María, Tú eres Poderosa Auxiliadora de los pobres, valiente Auxiliadora contra los enemigos de la fe. Auxiliadora de los ejércitos para que defiendan la patria. Auxiliadora de los gobernantes para que nos consigan el bienestar, Auxiliadora del pueblo humilde que necesita de tu ayuda».
Un gran prodigio de la Madre de Dios
A pesar de que los milagros obrados por la intercesión de la Santísima Virgen son incontables, uno en especial mereció que el Papa San Pío V ordenase que en todo el mundo católico se rezara en las letanias la advocación «María Auxiliadora, ruega, por nosotros».
En el año de 1571, la civilización cristiana sintió que su supervivencia dependería de una batalla. La poderosa fuerza naval del Imperio Otomano desafió a la llamada Liga Santa: una armada formada por el Reino de España, los Estados Pontificios, la República de Venecia, la Orden de Malta, la República de Génova y el Ducado de Saboya. El enfrentamiento tenía tal importancia que Miguel de Cervantes Saavedra, quien luchó aquel día, no dudó en llamarla «la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver los venideros».
Durante la batalla, los católicos rezaron el Santo Rosario por solicitud del Papa San Pío V, y a pesar de las dificultades, las fuerzas cristianas consiguieron hacerse con la victoria. Nuestra Señora libró prodigiosamente en la Batalla de Lepanto a toda la cristiandad que venía a ser destruida por un ejército del Imperio Otomano de 282 barcos y 88.000 soldados.
Por este motivo, se ordenó el toque de las campanas y una solemne procesión, adjudicando a la Santísima Virgen el triunfo e instituyendo la fiesta de Nuestra Señora del Rosario en la fecha de la confrontación: el 7 de octubre.
El Papa y Napoleón
En el siglo XIX sucedió un hecho bien lastimoso: El emperador Napoleón se atrevió a poner prisionero al Sumo Pontífice, el Papa Pío VII. Varios años llevaba en prisión el Vicario de Cristo y no se veían esperanzas de obtener la libertad, pues el emperador era el más poderoso gobernante de ese entonces. Hasta los reyes temblaban en su presencia, y su ejército era siempre el vencedor en las batallas.
El Sumo Pontífice hizo entonces una promesa: «Oh Madre de Dios, si me libras de esta indigna prisión, te honraré decretándote una nueva fiesta en la Iglesia Católica». Y muy pronto vino lo inesperado. Napoleón que había dicho: «Las excomuniones del Papa no son capaces de quitar el fusil de la mano de mis soldados», vio con desilusión que, en los gélidos campos de Rusia, a donde había ido a batallar, el frío helaba las manos de sus soldados, y el fusil se les iba cayendo, y él que había ido deslumbrante, con su famoso ejército, volvió humillado con unos pocos y maltrechos hombres. Y al volver se encontró con que sus adversarios le habían preparado un fuerte ejército, el cual lo atacó y le proporcionó una total derrota. Fue luego expulsado de su país y el que antes se atrevió a aprisionar al Papa, se vio obligado a pasar en triste prisión el resto de su vida. El Papa pudo entonces volver a su sede pontificia y el 24 de mayo de 1814 regresó triunfante a la ciudad de Roma. En memoria de este noble favor de la Virgen María, Pío VII decretó que en adelante cada 24 de mayo se celebrara en toda la Iglesia la fiesta de María Auxiliadora en acción de gracias a la Madre de Dios.
San Juan Bosco y María Auxiliadora.
Pero sin duda fue San Juan Bosco, el santo de María Auxiliadora, con el que esta advocación mariana encontró el mejor paladín y trampolín para el desarrollo y popularidad. Don Bosco solía decir: «No he sido yo, ha sido la Virgen Auxiliadora quien te ha salvado, quién ha hecho este o aquel milagro, «Cada ladrillo de esta iglesia – se refería a la gran Basílica que en su obsequio empezó el 1863 – es una gracia de la Virgen María».
Pero será exactamente en 1862, en plena madurez de Don Bosco, cuando éste hace la opción mariana definitiva: «La Virgen quiere que la honremos con el título de Auxiliadora: los tiempos que corren son tan aciagos y tenemos necesidad de que la Virgen nos ayude a conservar y a defender la fe cristiana».
La Auxiliadora es la visión propia que Don Bosco tiene de María. La lectura evangélica que hace de María, la experiencia de su propia vida y la de sus jóvenes salesianos, y su experiencia eclesial le hace percibir a María como «Auxiliadora del Pueblo de Dios».
En 1863 Don Bosco comienza la construcción de su iglesia en Turín.
Con tres monedas empezó un templo que costaba más de 300 millones. Para conseguir dinero en un momento en que no podía retrasar más los pagos para continuar la obra, un día dijo a la Virgen:
¡Madre mía! Yo he hecho tantas veces lo que tú me has pedido… ¿Consentirás en hacer hoy lo que yo te voy a pedir?.
Con la sensación de que la Virgen se ha puesto en sus manos, San Juan Bosco visita a un enfermo que tenía bastante dinero y era bastante tacaño. Este enfermo hacía tres años no podía siquiera moverse de la cama, al ver al santo le dijo:
-Si yo pudiera sentirme aliviado, haría algo por usted.
-Muchas gracias, dice San Juan Bosco; su deseo llega en el momento oportuno; necesito precisamente ahora tres mil liras.
El enfermo cambia con mucho dolor de postura, y mirando fijamente a San Juan Bosco, le dice:
-¿Ahora? Tendría que salir, ir yo mismo al Banco Nacional, negociar unas cédulas ¡ya ve!, es imposible.
-No, señor, es muy posible replica don Bosco mirando su reloj. Son las dos de la tarde… Levántese, vístase y vamos allá dando gracias a María Auxiliadora.
-¡Este hombre está chiflado! Protesta el viejo entre las cobijas. -Hace tres años que no me muevo en la cama sin dar gritos de dolor, ¿y usted dice que me levante? ¡Imposible!.
-Imposible para usted, pero no para Dios… ¡Ánimo! Haga la prueba.
El enfermo se arroja de la cama y empieza a vestirse solo, y ante los ojos maravillados de sus parientes, sale de la habitación y baja las escaleras y sube al coche.
Detrás de él, va San Juan Bosco quien dice:
-¡Cochero, al Banco Nacional!
Ya la gente no se acordaba de él: llevaba tres años sin salir a la calle. Vende sus cédulas y entrega a San Juan Bosco sus tres mil liras.
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