viernes, 29 de noviembre de 2024
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Quien quiera venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, que cargue su cruz y me siga

Redacción (Lunes, 08-04-2019, Gaudium Press) Caminando el Señor Jesús con sus discípulos en la región de Cesarea de Filipo, muy poco después de haber elegido a San Pedro como la piedra sobre la que «edificaré mi Iglesia», les transmite lo que llaman expresivamente muchos autores como: el «código de vida» para su escuela espiritual y sus seguidores.

A ningún maestro, legislador o líder se le ocurriría – en aquellos tiempos – proponer lo que, de forma lapidaria, proclamó Nuestro Señor Jesucristo: «el que quiera venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga» (Mt 16, 24). Esta declaración llenó de espanto al corazón de sus discípulos. Resumía un programa de vida contrario a todas sus expectativas, al ambiente que vivían aquellos que fueron llamados para ser sus seguidores.

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Ser crucificado era, en la Antigüedad, una situación de gigantesco desprecio, el peor de los suplicios. Acto cruel precedido por todo tipo de humillaciones y, en el camino rumbo a su muerte, ser obligado a cargar en sus hombros el instrumento de su propio martirio. La muerte de cruz era motivo de estremecimiento para los hombres de aquellos tiempos.

Les anunciaba Nuestro Señor que sería colocado en el madero de la Cruz, que «seria desechado por los ancianos, los sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día» (Lc 9, 22).

Fue así, que, «el más bello de los hombres ofreció su rostro, lleno de hermosura, a los salivazos de los malvados; sus ojos, al velo con que se los taparon los inicuos; su espalda, a los azotes; su cabeza, a la crueldad de las espinas; toda su persona, a los oprobios e injurias, soportando, finalmente, la cruz, los clavos, la lanzada, la hiel y el vinagre, todo ello con dulzura, con mansedumbre, con serenidad. En resumen, como cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca», como nos relata el beato Elredo, abad.

La Cruz, pasó a ser así, el emblema de todo católico. Por eso San Pablo manifiesta que predica a «Cristo Crucificado, escándalo para los judíos, locura para los gentiles, pero poder y sabiduría de Dios para los llamados, sean judíos sean griegos» (1ª Corintios, 1, 23-24).

«De signo de maldición, la cruz se ha transformado en signo de bendición» (Benedicto XVI, 17-9-2005). De tal forma que, lo primero que aprendemos en el Catecismo es a signarnos, diciendo: «por la señal de la Santa Cruz, de nuestros enemigos, líbranos Señor Dios nuestro», haciéndolo tres veces, en la frente, en los labios, en el pecho. Y marcamos los momentos más importantes de nuestras vidas, con la señal de la Cruz: en el comienzo y final de nuestras oraciones, al levantarnos y antes de acostarnos, antes de las comidas, previamente a cualquier acto de nuestra vida privada, sea cuando viajamos, cuando comenzamos un trabajo o un estudio; se encuentra en el cuello de todo cristiano, en lugares importantes de nuestros hogares y de trabajo, en los estandartes, sobre las torres de los templos; en la celebración de la Santa Misa, la Cruz preside frente al sacerdote en el altar. Y siempre rezamos y proclamamos: «Te adoramos Cristo y te bendecimos; que, por tu Santa Cruz, redimiste al mundo».

Considero que, para terminar, nada mejor que dar «espacio» a una de las estaciones de la Vía Sacra compuesta en el año 1953, por el gran líder católico brasileño del siglo XX, Plinio Corrêa de Oliveira, meditación que nos abrirá los horizontes espirituales para la Semana Santa que comenzamos a vivir.

XII Estación, Jesús muere en la Cruz: Llegamos por fin al auge de todos los dolores. Los padecimientos físicos llegaron al extremo y los sufrimientos morales alcanzaron su auge: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?».

Sí, ¿por qué? ¿Por qué, si era Él la propia inocencia? Abandono terrible seguido de la muerte, y de la perturbación de toda la naturaleza. El sol se veló. El cielo perdió su esplendor. La tierra se estremeció. El velo del templo se rasgó. La desolación cubrió todo el universo.

¿Por qué? Para redimir al hombre. Para destruir el pecado. Para abrirnos las puertas del Cielo. El auge del sufrimiento fue el auge de la victoria. Estaba muerta la muerte.

Todo esto fue para salvarnos. Salvar a este hombre que soy yo. Mi salvación ha costado todo ese precio.

Por la Sangre y por el Agua que manaron de Tu Divino Costado, por la llaga de Tu Corazón, por los dolores de María Santísima, Jesús, dame fuerzas para desapegarme de las personas, de las cosas que me puedan apartar de Ti. Mueran hoy, clavadas en la Cruz, todas las amistades, todos los afectos, todas las ambiciones, todos los deleites que de Ti me separan».

Aquel que quiera, niéguese a sí mismo y acepte los sufrimientos, estará entonces en el itinerario del verdadero cristiano. Besar la Cruz y ponerla sobre nuestros hombros. Muchos son hoy los que desean el Reino Celestial, pocos son los que quieren llevar la cruz, acompañar a Nuestro Señor en el camino del dolor. Fijemos nuestra mirada en Jesús crucificado y pidamos en oración: «Ilumina, Señor, nuestro corazón, para que podamos seguirte por el camino de la Cruz; haz morir en nosotros el ‘hombre viejo’, atado al egoísmo, al mal, al pecado, y haznos ‘hombres nuevos’, hombres y mujeres santos, transformados y animados por tu amor» (Benedicto XVI, 22-4-2011).

(Publicado originalmente en La Prensa Gráfica, 7 de abril de 2019)

Por el P. Fernando Gioia, EP
www.reflexionando.org

 

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