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Víctimas expiatorias

Redacción (Viernes, 30-09-2016, Gaudium Press) Se trata probablemente de una práctica piadosa cada vez menos frecuente entre los católicos de hoy, siendo que hubo tiempos mejores en que no solamente era muy conocida, sino respetada y admirada con enorme gratitud. Son almas que se ofrecen voluntariamente como reparadoras de los pecados de otros, a ejemplo de Nuestro Señor Jesucristo quien fue la Víctima Expiatoria por excelencia. El alma pide con un coraje sobrenatural admirable, que arideces y desolaciones espirituales -en que parece sumida en las más horribles tinieblas sin ninguna consolación sensible relacionada con Dios, especialmente en la oración; que enfermedades o incluso la muerte, pasando por la aceptación de reveses, contrariedades, incomprensiones, accidentes, humillaciones y maltratos, le sean enviados por Dios para reparar y evitarle un castigo a pecadores que deberían pagar y responder por sus injustos agravios. Ha habido casos famosos de madres de familia que así lo hicieron por obtener la conversión y salvación de algún hijo extraviado moralmente o para protegerle la inocencia de peligros espirituales y amistades dañinas. Pero también vírgenes religiosas como Santa Teresita del Niño Jesús o Santa Gemma Galgani que se ofrecieron como víctimas expiatorias para obtener de Dios su misericordia con almas arrogantes, que posiblemente no lo merecían.

Por ejemplo, ya desde los lejanos comienzos de su apostolado con apenas 21 años de edad Dr. Plinio Corrêa de Oliveira se sentía «perseguido por la idea de víctima expiatoria» cuando leyó la vida de Santa Teresita del Niño Jesús. Se estremeció de emoción leyendo también a Huysmans (1) que hablaba acerca de una comunidad de religiosas Clarisas en Lourdes cuyas monjas agregan a los tres votos religiosos tradicionales, uno cuarto de víctima expiatoria para que los enfermos que van al santuario en busca de sus aguas curativas, sanen o se conviertan completamente a Dios. Estas religiosas piden que la enfermedad o las probaciones espirituales de aquellos, les sean enviadas a ellas si es la Divina Voluntad. Castas vírgenes de clausura, de nombres desconocidos, rezando de esa manera es de dejar por lo menos pensativos a tantos hombres que se creen unos valentones pero que ciertamente serían unos cobardes incapaces de asumir semejante reto.

Ofrecerse en calidad de víctima expiatoria a ejemplo de Jesús a fin de obtener de Dios una gracia de conversión para otros, es algo así como un llamado que el Señor hace y que podemos aceptar reconociendo nuestra flaqueza e imposibilidad de realizar semejante vocación. Nuestro Señor Jesucristo en el huerto de los Olivos no se sentía capaz de padecer lo que veía venírsele implacablemente ante la cruel indiferencia de sus apóstoles. Llegó a pedir que si era posible se le evitara ese cáliz de amargura y sin embargo pidió fuerzas y valor para someterse enteramente a la Voluntad Divina. Y se le apareció un ángel que lo confortó (Lc 22,43). Es decir que todo parece indicar la necesidad de un contacto intenso con lo sobrenatural para tener ese coraje y resolución de aceptar el sacrificio expiatorio único, ineludible e intransferible de entregar la propia vida para lo que Dios disponga con ella y así obtener una gracia para los hombres que no nos sería dada de otra manera.

A la espera del cumplimiento de las advertencias de Fátima en 1917, el acontecimiento más trascendental del siglo XX, solo nos resta reconocer con gratitud que detrás de esa futura victoria de María Santísima, tuvo que haber la inmolación de una o varias víctimas expiatorias resueltas a sobrellevar valientemente la adversidad, con lo que se obtuvo de la Virgen esa promesa para la humanidad: Por fin mi Inmaculado Corazón triunfará.

Por Antonio Borda

(1). Cf. Huysmans, Joris Karl, «Les foules de Lourdes», Obras completas, Paris, Ed. G.Crés, 1934.

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