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Carta del Cardenal Piacenza, para la Jornada Mundial de Oración por los Sacerdotes – I Parte

Redacción (Lunes, 17-06-2013, Gaudium Press) – El día 7 de junio, cuando la Iglesia Católica conmemoró la solemnidad del Sacratísimo Corazón de Jesús, también se celebró la Jornada Mundial de Oración por la Santificación de los Sacerdotes. Una fecha importante, sin duda, cuando los fieles rezaron por sus presbíteros.

Rezar unos por los otros pidiendo la santidad es un precepto: se debe desear la santificación de los hermanos. Concretamente, además de esta obligación, los hermanos por los cuales se propone rezar merecen también nuestras oraciones por gratitud. La fecha fue también una ocasión para hacer un agradecimiento en forma de oración.

El Prefecto de la Congregación para el Clero, Cardenal Mauro Piacenza, a este propósito, escribió una carta a todo el clero. Por su extensión, hemos dividido la Carta en 2 partes. Trascribimos la primera a continuación:

«¡Queridísimos hermanos en el sacerdocio y amigos!

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Card. Piacenza

Por ocasión de la próxima solemnidad del Sacratísimo Corazón de Jesús, el 7 de junio de 2013, en la cual celebramos la Jornada Mundial de Oración por la santificación de los Sacerdotes, saludo cordialmente a todos y a cada uno de vosotros y agradezco al Señor por el inefable don del sacerdocio y por la fidelidad al amor de Cristo.

Si es verdad que la invitación del Señor a «permanecer en su amor» es válida para todos los bautizados, en la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús eso resuena con una nueva fuerza en nosotros sacerdotes. Como nos recordó el Santo Padre en la apertura del Año Sacerdotal, citando al Santo Cura d’Ars, «el sacerdocio es el amor del Corazón de Jesús» (cfr. Homilía en la celebración de las Vísperas de la Solemnidad del Sacratísimo Corazón de Jesús, 19 de junio de 2009). De ese Corazón -y no lo podemos olvidar jamás- resulta el don del ministerio sacerdotal.

Tenemos la experiencia de que el hecho de «permanecer en su amor» nos impulsa con fuerza rumbo a la santidad. Una santidad -sabemos bien- que no consiste en hacer acciones extraordinarias, sino en permitir que Cristo actué en nosotros y en hacer nuestras sus actitudes, sus pensamientos, sus comportamientos. El nivel de la santidad es dado a partir del nivel en que Cristo nos alcanza, a partir de cuánto, con el vigor del Espíritu Santo, modelamos toda nuestra vida.

Nosotros, presbíteros, fuimos consagrados y enviados para tornar actual la misión salvífica del Divino Hijo encarnado. Nuestra función es indispensable para la Iglesia y para el mundo y requiere de nosotros fidelidad plena a Cristo e incesante unión con Él. Así, sirviendo humildemente, somos guías que conducen a la santidad a los fieles confiados a nuestro ministerio. De ese modo, se reproduce en nuestra vida el deseo expresado por Jesús mismo, en la oración sacerdotal, después de la institución de la Eucaristía: «Yo pido por ellos; no pido por el mundo, sino por aquellos que me diste, porque son tuyos (…). No te pido sacarlos del mundo, sino protegerlos del Maligno (…). Conságralos con la verdad, (…) en favor de ellos yo me consagro, a fin de que también ellos sean consagrados con la verdad» (Jn 17,9.15.17.19).

En el Año de la Fe

Tales consideraciones asumen una relevancia especial en relación a la celebración del Año de la Fe -organizado por el Santo Padre Benedicto XVI con el Motu proprio Porta Fidei (11 de octubre de 2011)- iniciado el 11 de octubre de 2012, en el quincuagésimo aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II, y que terminará en la solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo Rey del Universo, el próximo 24 de octubre. La Iglesia, con sus Pastores, debe estar en camino de conducir a los hombres fuera del «desierto», rumbo a la comunión con el Hijo de Dios, que es Vida para el mundo (cfr. Jn 6,33).

En tal perspectiva, la Congregación para el Clero remite esta carta a todos los sacerdotes del mundo para ayudar a cada uno a reavivar el empeño en vivir el evento de gracia al cual somos llamados, de modo particular a ser protagonistas y animadores diligentes para un redescubrimiento de la fe en su integridad y en toda su fascinación, estimulados, por tanto, a considerar que la nueva evangelización está dirigida exactamente para la genuina transmisión de la fe cristiana.

En la Carta Apostólica Porta Fidei, el Papa interpreta los sentimientos de los sacerdotes de no pocos países: «en el pasado, era posible reconocer un tejido cultural unitario, ampliamente compartido en su apelo a los contenidos de la fe y a los valores por ella inspirados, hoy parece que ya no es así en grandes sectores de la sociedad debido a una profunda crisis de fe que afectó a muchas personas» (n. 2).

La celebración del Año de la Fe se presenta como una oportunidad para la Nueva Evangelización, para superar la tentación de la falta de estímulo, para permitir que nuestros esfuerzos se muevan cada vez más bajo el impulso y la conducción del actual Sucesor de Pedro. Tener fe significa principalmente estar seguros de que Cristo, venciendo la muerte en su carne, tornó posible también a quien cree en Él compartir el destino de gloria y de satisfacer el anhelo a una vida y a una alegría perfecta y eterna, que está en el corazón de cada hombre. Por eso, «la Resurrección de Cristo es nuestra mayor certeza; ¡es el tesoro más precioso! ¿Cómo no compartir con los otros este tesoro, esta certeza? No es solamente para nosotros, debemos transmitirla, comunicarla a los otros, compartirla con el prójimo. Consiste precisamente en esto nuestro testimonio» (Papa Francisco, Audiencia General, 3 de abril de 2013).

Como sacerdotes, debemos prepararnos para guiar a los otros fieles rumbo a una madurez de la fe. Sintamos que los primeros en deber abrir más los corazones somos nosotros. Recordemos las palabras del Maestro en el último día de la fiesta de las Tiendas, en Jerusalén: «Jesús se puso de pie y gritó: ‘Si alguien tiene sed, venga a mí, y aquel que cree en mí, beba. Es como dice la Escritura: ‘De su seno correrán ríos de agua viva’.’ Jesús dijo eso, refiriéndose al Espíritu que deberían recibir los que creyesen en él. De hecho, aún no había Espíritu, porque Jesús todavía no había sido glorificado» (Jo 7,37-39). También a partir del sacerdote, alter Christus, pueden correr ríos de agua viva, en la medida en que él bebe con fe las palabras de Cristo, abriéndose a la acción del Espíritu Santo. De su «apertura» a ser señal de instrumento de la gracia divina depende, por último, no solo la santificación del pueblo confiado a él, sino también el orgullo de su identidad: «El sacerdote que sale poco de sí mismo, que unge poco -no digo ‘nada’, porque, gracias a Dios, el pueblo nos roba la unción-, pierde lo mejor de nuestro pueblo, aquello que es capaz de activar la parte más profunda de su corazón presbiteral. Quien no sale de sí mismo, en vez de ser mediador, se torna poco a poco un intermediario, un gestor. La diferencia es bien conocida de todos: el intermediario y el gestor ‘ya recibieron su recompensa’. Es que, no colocando en juego la piel y el propio corazón, no reciben aquel agradecimiento cariñoso que nace del corazón; y de aquí deriva precisamente la insatisfacción de algunos, que acaban viviendo tristes, padres tristes, y transformados en una especie de coleccionadores de antigüedades o entonces de novedades, en vez de ser pastores con el ‘olor de las ovejas’ -esto os lo pido: sed pastores con el ‘olor de las ovejas’, que se sienta esto-, ser pastores en medio de su rebaño, y pescadores de hombres.» (Idem, Homilía de la S. Misa Crismal, 28 de marzo de 2013).

Transmitir la Fe

Cristo confió a los Apóstoles y a la Iglesia la misión de predicar la Buena Noticia a todos los hombres. San Pablo oye el Evangelio como «fuerza de Dios para la salvación de todo aquel que cree» (Rm 1, 16). El propio Jesucristo es Evangelio, la «Buena Noticia» (cfr. 1Cor 1,24). Nuestro deber es ser portadores de la fuerza del Amor sin límites de Dios, manifestado en Cristo. La respuesta a la generosa Revelación divina es la fe, fruto de la gracia en nuestras almas, que requiere la apertura del corazón humano. «Solo creyendo es que la fe crece y se revitaliza; no hay otra posibilidad de adquirir certeza sobre la propia vida, sino abandonarse progresivamente en las manos de un amor que se experimenta cada vez mayor porque tiene su origen en Dios» (Porta Fidei, n. 7). Después de años de ministerio sacerdotal, con frutos y con dificultades, que el presbítero pueda decir con San Pablo: «¡Llevé a cabo el anuncio del Evangelio de Cristo!» (Rm 15,19; 1Cor 15, 1-11; etc.).

Colaborar con Cristo en la transmisión de la fe es deber de todo cristiano, en la característica cooperación orgánica entre fieles ordenados y fieles laicos en la Santa Iglesia. Ese feliz deber implica dos aspectos unidos profundamente. El primero, la adhesión a Cristo, que significa encontrarlo personalmente, seguirlo, tener amistad con Él, creer en Él. En el contexto cultural actual, se muestra especialmente importante el testimonio de la vida – condición de autenticidad y de credibilidad -, que hace descubrir cómo la fuerza del amor de Dios torna eficaz su Palabra. No debemos olvidar que los fieles buscan en el sacerdote el hombre de Dios y su Palabra, su Misericordia y el Pan de la Vida.

Un segundo punto del carácter misionero de la transmisión de la fe se refiere a la feliz acogida de las palabras de Cristo, las verdades que nos enseña, los contenidos de la Revelación. En ese sentido, un instrumento fundamental será exactamente la exposición ordenada y orgánica de la doctrina católica, anclada en la Palabra de Dios y en la Tradición perenne y viva de la Iglesia.

En particular, debemos empeñarnos para vivir y hacer vivir el Año de la Fe como una ocasión providencial para comprender que los textos dejados como herencia de los Padres conciliares, según las palabras del beato Juan Pablo II, «no pierden su valor ni su belleza. Es necesario hacerlos leer de forma tal que puedan ser conocidos y asimilados como textos calificados y normativos del Magisterio, en el ámbito de la Tradición de la Iglesia. Siento hoy todavía más intensamente el deber de indicar el Concilio como la grande gracia que benefició la Iglesia en el siglo XX: en él se encuentra una brújula segura para orientarnos en el camino del siglo que comienza» (Juan Pablo II, Carta Ap. Novo millennio ineunte, 6 de enero de 2001, 57: AAS 93 [2001], 308, n. 5).

(Mañana: II Parte Los contenidos de la fe – Crecer en la fe – Medios para crecer en la fe)

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