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Equilibrio ante la muerte

Redacción (Jueves, 20-09-2012, Gaudium Press) Entre las obras de arte que nacieron bajo el influjo de la Esposa de Cristo llaman poderosamente la atención las estatuas yacentes que adornan las tumbas de santos, eclesiásticos y nobles en basílicas, monasterios y catedrales.

Uno de los lugares donde se pueden admirar estas efigies mortuorias es en la abadía de San Dionisio, al norte de la capital francesa. Fue erigida por Santa Genoveva en el mismo sitio donde había sido sepultado el primer obispo de París. Los reyes de Francia acudían allí para rezar y recibir la Oriflama antes de ir a la guerra. Y también era allí donde los restos mortales de esos poderosos soberanos, desde Dagoberto I hasta Luis XVIII, fueron depositados a la espera de la resurrección.

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En primer plano, Felipe V el Largo (†1322). A su lado, Juana de Evreux
(†1371) y Carlos IV el Hermoso (†1328). Al fondo, Blanca de Francia,
duquesa de Orleans (†1382), hija de Carlos IV y Juana de Evreux

Más que los trazos físicos del difunto, la escultura trata de presentar sus cualidades morales y las circunstancias en las que falleció. Si pereció en el campo de batalla, el artista lo representa completamente armado, con guantes en las manos y la espada desenvainada.

Si murió en su lecho, es figurado con la cabeza descubierta, sin cinturón, sin espada ni escudo, con un galgo a sus pies.
Los pies apoyados sobre el flanco de un león tumbado simbolizan la fuerza y el poder que tuvieron en vida, pero también la resurrección de los muertos.

Una reja de hierro alrededor de la estatua podía indicar que el señor murió en el cautiverio. Las damas son presentadas de vestido largo, casi siempre con las manos juntas, los pies sobre el flanco de un perro, símbolo de la fidelidad conyugal.

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Roberto II de Artois (†1302)
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Roberto II, el Piadoso (†1031) y su esposa
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Carlos I, Conde de Anjou (†1285)

Sin embargo, el atributo más característico de la figura del yacente es su actitud de «descanso eterno». El rostro serio y el porte sereno corresponden a quien, libre de las agitaciones de la vida terrena, ya se presentó ante el juicio de Dios y espera en la oración y en la paz la resurrección de los muertos.

Por eso la escultura yacente del medievo, afirma el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira, «expresa al mismo tiempo la vida y la muerte, lo hierático y lo vivaz, el movimiento y lo eterno, de una manera muy agradable y llena de respeto. El rey, la reina o el caballero están ahí, en esa posición, inmersos en el surco que dejaron en la Historia, pero todos dentro de la eternidad.
Eternidad y tiempo se alternan en las miradas de piedra de los yacentes».1

Paradójicamente, mirar esas tumbas engalanadas ordena, descansa y alegra el espíritu. Porque hay en esas efigies una seriedad, una deliberación, un equilibrio ante la muerte orientado por la esperanza en el más allá, que parecen sacarnos de este mundo agitado para introducirnos en un ambiente donde hay frescor, luz y paz.

1 Fragmento de una conferencia de 12/06/1980.

 

 

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