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Familia y vida social

Belo Horizonte (Viernes, 26-10-2012, Gaudium Press) Ya no se escucha con la misma intensidad aquella frase que repitió, por décadas, un veredicto respecto al fin de la familia. De sociólogos a otros tantos especialistas de diferentes áreas, hay una convicción incontestable de que la familia tiene centralidad y una importancia determinante en la vida de cada persona. Es una gran ganancia fortalecer ese entendimiento. La familia es el lugar primario de la humanización de cada uno y de la sociedad, una cuna de vida y amor.

familia2.jpgNingún lugar es tan favorable para el conocimiento y la experiencia de Dios. En la familia, la fe es transmitida por el amor. Los límites conocidos y experimentados no oscurecen o invalidan esta fuerza propia, hasta mágica y no palpable, que la familia, como escuela de amor, ejerce en la tarea educativa. La Iglesia Católica, en sociedad con muchos segmentos de la sociedad civil, considera la familia como la primera sociedad natural, titular de derechos propios y originarios. Es fácil constatar el lugar central que es dado a la familia en la vida social. Excluir o desplazarla de ese lugar es correr el serio riesgo de causar un grave daño al crecimiento del cuerpo social entero.

Para comprender mejor la centralidad de la familia, es preciso comprender, a la luz de la Doctrina Social de la Iglesia, que esa institución «nace de la íntima comunión de vida y de amor, fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer, con dimensión social propia y originaria, lugar primario de relaciones interpersonales, institución divina colocada como fundamento de la vida de las personas y como molde de todo ordenamiento social». No se puede despreciar la fuerza que cada familia agrega en los avances sociales y en la consciencia política, así como en la experiencia indispensable de la fe en Dios. No se puede ignorar, dejar de profundizar y de reflexionar sobre la indiscutible importancia de la familia para la persona.

Hay un ambiente de vida creado por el don recíproco de un hombre y una mujer, llamados a vivir como compromiso de amor. Este es el ambiente indispensable para que el niño desarrolle sus potencialidades y se torne consciente de su dignidad – el don más precioso para cada persona. Además, esta consciencia sustenta la ciudadanía, que articula relaciones sociales y políticas dando a la sociedad las condiciones necesarias para ser solidaria y fraterna. Perdida esta consciencia, o mal formada, desvíos de todo tipo pueden sacrificar el camino y los destinos de la humanidad.

La sociabilidad humana, aprendida y experimentada en la familia, es determinante en la sustentación de la sociedad, del tejido de su cultura. Esta sociabilidad es indispensable porque contribuye de modo único para el bien común. Por eso, la familia debe ser prioridad. En el horizonte de esa rica comprensión es que se discute la inoportuna equiparación legislativa entre familia y uniones de hecho. Esta equivalencia está en contramano del modelo de familia que no puede reducirse a una precaria relación entre personas. El debate público contemporáneo se enfrenta con el ideal de familia que comprende la unión permanente, originada por el pacto entre un hombre y una mujer, fundado sobre una elección recíproca y libre. Una elección que implica la plena comunión conyugal orientada para la procreación.

Pensando la tarea educativa propia de la familia, es oportuno relacionarla siempre con la vida económica y con el trabajo. La familia, cuando protagonista de la vida económica, enseña la importancia de compartir y de la solidaridad entre las personas.
De modo particular, es decisiva en la formación profesional. La sociedad gana cuando la familia hace del ciudadano un trabajador incansable, implicado en la promoción del bien. Considerando la necesidad de avances culturales y económicos, la familia precisa contribuir, sobre todo, con la educación para el sentido del trabajo, ayudar en el ofrecimiento de orientaciones.

La familia tiene, pues, un papel determinante en el desarrollo integral humano, garantizando la calificación de la vida social.

Por Mons. Walmor Oliveira de Azevedo
Arzobispo metropolitano de Belo Horizonte, Brasil

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