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Copas

Bogotá (Martes, 24-01-2012, Gaudium Press) A cada licor su copa. ¿Había sucedido eso antes? No queda en los vestigios de civilizaciones anteriores superadas por el tiempo y la Redención, testimonio alguno de que ellas por más refinadas que fueran, destilaran y fermentaran la variedad de licores como lo hizo la civilización occidental, y mucho menos que a cada uno de esos licores el genio de la cristiandad inspirara fabricarles sus propios tipos de copas.

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Foto: William Pitcher

Trátese de vinos blancos y espumosos, de vinos tintos, de aperitivos y digestivos o de cocteles fuertes y largos, para beber cada uno existe hoy día en todos los países civilizados un esbelto vaso generalmente de vidrio o de cristal capaz de contener los licores sin dejarles perder su buqué ni el efluvio espiritual que los condensa: la copa. Ese vaso con pie, largo o corto, grueso o estilizado que le da un toque indiscutible de elegancia y a la vez nos indica si se debe asir solo con los dedos para mantener frio el contenido o entre ellos y la palma de la mano precisamente para hacerlo más tibio como al cognac. Pero la copa nos insinúa también mantener distancia psíquica con el alcohol, cuyo exceso de hecho realmente es más dañino para el alma que para el propio cuerpo.

De simple vidrio o de cristal a veces primorosamente tallado, la copa más que utensilio del servicio de la mesa es una forma de tratar respetuosamente un fino licor y mejorarle su poder vigorizante. Desde aquella muy pequeña y discreta donde se apura un pousse-café generalmente con más de 45 grados de alcohol, hasta la muy burguesa copa-vaso donde se sirve la tradicional cerveza tipo Pilsen, pasando por otras tan variadas que hacen su propio universo al tiempo que evocan cada una su ambiente, el estado de ánimo y la conversación junto a ellas.

Hasta el brindis adquirió un nivel de señorío

Con las copas de cristal, hasta el legendario brindis que se pierde en la remota lejanía de la antigüedad -sin que sepamos bien a quién se le ocurrió el primero- adquirió un alto nivel de señorío especialmente cuando las hacemos sonar delicadamente. O la pendenciera costumbre de los mosqueteros del rey de Francia, que hacían el brindis y las quebraban contra el piso para simbolizar que después de ese elocuente pacto de amistad y honra, nadie merecía volver a tomar licor en ellas.

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Foto: Andrew Odon

La civilización fue muy orgánicamente insinuando licores para cada ocasión y a su vez las copas para servirlos. Quede claro que no fue algo impuesto como por ejemplo las modas tras la revolución francesa. Se trató de un proceso ascendente que se fue refinando y aún hoy día no ha concluido porque ese toque estimulante que nos da el licor al alma, «inspira» y fue hecho para socializar con alegría dejando salir lo mejor de sí mismo al calor -reza el dicho- de una buena copa, que bien tomada puede ayudarnos a explorar ocultas cualidades casi infinitas de la personalidad que hasta nosotros mismos desconocemos. Sin embargo es la copa la que da la pauta pues alberga la cantidad exacta sin rebosarla y con grata elegancia nos suministra el contenido para tomarlo con pequeños y discretos sorbos ofreciéndonos primero el buqué. Tal vez sin la copa como la conocemos hoy día, no sabríamos tomar licor civilizadamente, ella tuvo la gentileza de enseñarnos a hacerlo para ayudarnos a expandir regocijadamente el corazón y la jovilidad humana sin llegar al exceso.

Por Antonio Borda

 

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