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Danubio Azul

Bogotá (Miércoles, 02-11-2011, Gaudium Press) Convertir en notas musicales y paradigma un río no es trabajo fácil, máxime si se trata de un río legendario que atraviesa diez países, por regiones hermosísimas, y que no se sabe bien si lo son por causa de él o fue que Dios se las escogió precisamente porque ya eran bellas.

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Danubio a la altura de Regensburg – Foto: Strychnine

Son casi 3000 kilómetros de música flotando a lo largo de esa cinta de plata azulada, como lo dice la propia letra del vals, recibiendo el aporte de algo más de treinta «hermanos» afluentes de distintas regiones de Europa que lo cargan no solamente de agua sino de leyendas y tradiciones autóctonas.

Pareciera que Strauss -por esa capacidad de síntesis en la sangre judía- consiguió entender algo del significado de lo que el río lleva entre sus aguas, atraparlo y volverlo la oda musical de un corazón alegre pero al borde de una desordenada embriaguez.

Sin embargo eso prueba que las cosas pueden ser vistas más allá de sí mismas y esa capacidad de hacerlo es un fenómeno sobrenatural. La pregunta obvia es si Strauss lo hubiera conseguido sin haber nacido en la Viena de los Habsburgo y haberse formado culturalmente en los ambientes de aquella legendaria metrópoli hija legítima de la cristiandad. Viena exudaba cristiandad por todas sus calles, plazas, plazoletas, fachadas de casitas y palacios. Viena era una música constante y entre notas musicales se formó el propio Strauss.

Ya es imposible ver el río sin recordar el vals, ni oír el vals sin evocar el río pero también salones dorados, arañas de cristal, uniformes soberbios, damas de sayas largas, girar de parejas al compás de un sonido que se expande como las ondas fluviales del lento y manso rio siempre avanzando. Independiente de las adherencias sentimentales y románticas que se le fueron incorporando en los salones de baile, o con películas frívolas e interpretaciones sensuales, la idea del vals le hace homenaje al río arquetípico que sería el Danubio si la Cristiandad Europea no estuviera ya en vía de decaer como lo estaba en los tiempos en que fue compuesta la música y la letra.

Lo que sucedió fue que el Vals era una música más lenta y campesina del Tirol, que vino a hacerse elegante y mundana en los esplendorosos Salones sociales de Viena, París y Londres. De hecho el Danubio Azul como Vals tuvo su éxito rotundo fue en la capital de Francia en tiempos de Napoleón III y de la españolísima emperatriz Eugenia de Montijo. También eran los días de Sisi y el Neuschwanstein del pobre Luis II de Baviera que intentó ser príncipe de cuento de hadas.

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Foto: Marc Roberts

Haber hecho mundano y citadino a este buen campesino tirolés tal vez no haya sido la mejor idea, pero lo cierto es que por primera vez Europa entera, sin importar fronteras ni idiomas, danzaba una música con aires transnacionales que hoy se interpreta en cualquier rincón del mundo, prueba de que la fuerza de su cultura está dotada de universalidad cristiana incluyente, como incluyente fue siempre la vocación misionera de la Iglesia.

Por Antonio Borda

 

 

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