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Absolutos celestes y relativos terrenos

Redacción (Martes, 15-01-2013, Gaudium Press) San Agustín nos dice en su obra La Ciudad de Dios, que la historia no es otra cosa sino la lucha entre la caridad y el egoísmo. Que hay dos amores que conforman las dos ciudades: la Ciudad de Dios que es la que ama a Dios hasta el olvido de uno mismo, y la Ciudad del Hombre, que es la que se ama a sí misma, al punto de olvidarse de Dios. Veamos pues la explicación que aparece en la tesis doctoral de un miembro de los Heraldos del Evangelio, titulada: «La Concordia una vía hacia la paz, desde la perspectiva de San Agustín».

La diferencia que caracteriza más íntimamente el espíritu de la ciudad mundana y de la ciudad de Dios puede resumirse en la diferencia que va de la turbulencia a la paz. (1) La ciudad terrena no busca su fin en Dios sino en sí misma, va en pos de los relativos terrenos y lleva dentro el germen de la discordia. Ese deseo naturalista, materialista y egoísta producirá un desate de pasiones de unos contra los otros, de naciones contra naciones, transformando a los hombres en lobos que quieren devorar a los demás.

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«Señor Dios, dadnos la paz», clamaba San Agustín

En sentido contrario los ciudadanos de la ‘Civitas Dei’ tienden hacia el absoluto celeste, y no se contentan con bienes parciales y materiales, porque tienen ansias de la felicidad plena, del sumo bien, es decir, del propio Creador, de alcanzar la vida eterna con la visión beatífica, o sea la posesión de la Luz. Ese goce es el término de toda inquietud, ya que obtenido nada queda qué desear y de ahí nace la verdadera paz del alma. La meta de la ciudad de Dios es la paz en esta tierra y la paz eterna en la otra vida, o sea la paz en la vida eterna, o la vida eterna en la paz. (2)

Veamos estas bellas y expresivas palabras que Santa Edith Stein publicó el mismo año de su conversión en un trabajo de psicología: «Hay un estado de descanso en Dios en el que, haciendo del porvenir asunto de la Voluntad Divina, se abandona uno enteramente a su destino. He experimentado ese estado hace poco, como consecuencia de una experiencia que, sobrepasando todas mis fuerzas, consumió totalmente mis energías espirituales. El descanso en Dios es algo completamente nuevo e irreductible. Antes era el silencio de la muerte. Ahora es un sentimiento de íntima seguridad, de liberación de todo lo que la acción entraña de doloroso, de obligación y de responsabilidad. Cuando me abandono a este sentimiento, me invade una vida nueva que, poco a poco, comienza a colmarme y -sin ninguna presión por parte de mi voluntad- a impulsarme hacia nuevas realizaciones». (3)

Dice la recta antropología que el ser humano busca saciar su voluntad con el infinito. Esta verdad fue repetida por Voltaire, Pascal, y Edith Stein, y como nada de las cosas que el egoísmo ofrece son infinitas, entonces se entra en una zozobra ansiosa que busca saciarse con la posesión y dominio. El alma se aleja así cada vez más de la felicidad, ya que la sed del infinito solo la sacia el Don (el ofrecimiento y entrega más libres) Infinito, según recuerda Jean Luc Marion. Y el Don infinito sólo puede ser Dios. (4)

Esa es la gran tragedia de la modernidad. Tenemos casos paradigmáticos recientes como el de Cristina Onassis, heredera de una gran fortuna de su padre Aristóteles, que a pesar de vivir en medio del oro, poseer en su propiedad barcos, aviones, edificios, y claro muchos amigos y pretendientes, no era feliz.

Se casó con uno, no le fue bien, tuvo un segundo y tampoco le fue bien, luego apareció un tercero y la infelicidad le acompañaba, hasta que la mujer más rica del mundo, estando en Buenos Aires, en 1989,
tomó una sobre dosis de barbitúricos y murió, en lo que según la policía fue un suicidio.
Sí, eso sucede, pues se comprueba lo afirmado por San Agustín: «Nos hiciste, Señor para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti». Aquí radica la razón profunda de los grandes fracasos de personas, países, civilizaciones, de las ansiedades y depresiones contemporáneas. La verdadera felicidad está en el encuentro con el Absoluto y dentro de la Ciudad de Dios.

Muchos años antes de concluir el libro de las Confesiones profirió San Agustín estas palabras: «Señor Dios, dadnos la paz, puesto que nos lo disteis todo, dadnos la paz del reposo, la paz del sábado, la paz sin ocaso, allí descansaremos y contemplaremos, contemplaremos y amaremos, amaremos y alabaremos: he aquí la esencia del fin sin fin».

En la vida de San Agustín y de toda la humanidad hay un permanente contraste entre lo temporal y lo eterno, la guerra y la paz, concordia y discordia, caridad y codicia humana, relativos terrenos y absolutos celestes. Muchos buscan el reposo en las cosas perecederas que cuando faltan o desaparecen producen una frustración y vacío terribles.

Lo efímero y fugaz de las cosas mundanas es una constante en las prédicas de San Agustín, que él vivió en carne propia, y de ahí su célebre frase: «Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé».

Por Gustavo Ponce Montesinos

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1 Muñoz Vega, Pablo, Cardenal. Introducción a la síntesis de San Agustín. Revista Analecta Gregoriana, 1945, pags 195-196.
2 Ibídem. pág. 2
3 Stein Edith (Santa Teresa Benedicta de la Cruz). Los caminos del silencio interior. 5a.ed. Bonum. Buenos Aires. 2007. pág. 214
4 Marion, Jean Luc. Prolegómenos a la caridad. Trad. Carlos Díaz. Campanarios. Madrid. 1993. pág. 173.

 

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