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El pedestal del Príncipe de las milicias celestiales

Redacción (Lunes, 14-01-2013, Gaudium Press) De entre todos los pueblos de la antigüedad, ninguno se destaca en el campo militar tanto cuanto el pueblo romano. Debido a su espíritu bélico agudizado y carácter forjado en los principios de la ley humana, esta nación expandió su territorio e influyó en el mundo con el brillo y esplendor de su disciplina militar.

Un romano delante de tantas cualidades podría caer, tal vez, en el error de auto considerarse Dios. ¡Y así lo hizo! Durante siglos los emperadores romanos dictaron leyes, costumbres y ambientes a ser seguidos como si fuesen de determinación divina.

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En sus ambientes la grandiosidad es nota tónica. Las construcciones no eran apenas para abrigar, impresionar e imponer su supremacía entre los pueblos, sino de algún modo inmortalizar la imagen de aquel que la construyó. ¡Así uno de los emperadores romanos edificó para sí un magnánimo mausoleo, en los cuales atravesarían los siglos sucesivos los restos mortales de aquel que fue un día, emperador de una de las mayores civilizaciones de la historia!

¡En un vasto prado, a las márgenes del río Tíber se erguía en el año 135 d.C. las primeras paredes de este que sería, en un futuro próximo, el pedestal del príncipe de las milicias celestiales! La construcción, con los años, fue cambiando de finalidad y tornándose en el año 403 un fortificado castillo, integrando en sí la Muralla Aureliana.
Entretanto Dios «escribe recto por líneas rectas»… Algo ocurriría para definitivamente cribar en el libro de los nombres de Dios, esta magnífica y esplendorosa construcción.

En el año 590 d.C. cayó sobre la Ciudad eterna un terrible y lastimoso flagelo: la peste. Ante de ella el propio Papa reinante perece. Asume la cátedra de Pedro San Gregorio Magno. Éste en medio de las intemperies de su pontificado realiza una solemne procesión por las vías de la ciudad de Pedro, clamando a Dios el libramiento de este mal tan terrible, durante tres largos días. En todo el recorrido, el espectáculo tenebroso de la muerte se hacía presente, varios devotos no llegarían a ver el fin del cortejo.

Dice las Escrituras: «desde las profundidades yo clamo a ti, Señor, escuchad mi voz» (Sl 129,1-2). ¡Este era el grito que resonaba en los umbrales de la ciudad pontificia!

Confiado, el vicario de Cristo en la tierra no perdió la esperanza, continuaba el recorrido. ¡Dios jamás cerraría el oído a las preces de sus hijos! Súbitamente cuando la cabeza de la procesión entra en el puente que se extendía delante del mausoleo de Adriano, apareció en el cielo, sobrevolando el edificio, el príncipe de la milicia celestial: San Miguel Arcángel. ¡Portaba en sus manos el gladio de la justicia Divina! Con tan sublime visión las reacciones fueron adversas. ¡Sin embargo el arcángel guarda la espada en la vaina transmitiendo el mensaje que Dios enviara: su castigo cesó, Dios había oído sus oraciones!

Así siendo nadie más oyó llamar a la fortaleza por su antiguo nombre – mausoleo de Adriano – y pasó ésta para la historia como el castillo de Sant’ Angelo.

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