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Un aspecto peculiar, en el libro de Job

Redacción (Domingo, 05-05-2013, Gaudium Press) Si alejas la iniquidad que hay en tu mano y no dejas que more en tus tiendas la injusticia, entonces alzarás tu frente limpia, te sentirás firme y sin temor. Dejarás tu infortunio en el olvido como agua pasada lo recordarás. Y más radiante que el mediodía surgirá tu existencia, como la mañana será la oscuridad. Vivirás seguro porque habrá esperanza, aun después de confundido te acostarás tranquilo. Cuando descanses, nadie te turbará, y adularán muchos tu rostro. Mas los ojos de los malvados languidecen, todo refugio les fracasa; su esperanza es el último suspiro. (Job 11, 14-20)

Leyendo varios trechos como éste en los diversos capítulos del libro de Job, viendo las varias situaciones -y sobre todo los diálogos que en ellas transcurren- notamos que, además de la enseñanza moral que ahí nos es trasmitida, hay una riqueza de expresiones y una profundidad de lenguaje no común en nuestros días, las cuales se tornan muchas veces incomprensible al lector moderno.

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Pero, ¿cuál es al fin de cuentas la finalidad de esta profundidad? ¿Será que ella es nada más el fruto de una cultura antigua pasada y sin consecuencia en nuestros días? ¿No será que por detrás de este aspecto -al parecer insignificante- el Espíritu Santo, inspirador de este texto sagrado, no nos quiere dar un mensaje?

Una persona cierta vez decía: «Mire, coloque bien en la cabeza lo siguiente: en la vida nunca ocurre nada, porque nada es grave, todo se arregla y todo pasa». Por detrás de esta frase se esconde una doctrina muy difundida actualmente, revelando aspectos del relativismo moderno. El hombre considera todo banal, todo sin importancia, todo sin consecuencia.

Y en este punto, el Libro de Job nos da una lección especial. En él nos deparamos con un principio más o menos difuso en las entrelíneas y es el de la importancia de los actos humanos. En el texto sagrado vemos la gravedad y la seriedad de las cosas en todos sus aspectos, pues cada personaje que aparece, al hablar, se expresa en un lenguaje profundo, serio, utilizando comparaciones elevadas, analogías majestuosas, amenazas terribles, mostrando con ello la seriedad de nuestras acciones y como ellas deben estar en función de Dios.

¿Quién tiene pericia para contar las nubes? ¿Quién inclina los odres de los cielos, cuando se aglutina el polvo en una masa y los terrones se pegan entre sí? ¿Cazas tú acaso la presa a la leona? ¿Calmas el hambre de los leoncillos, cuando en sus guaridas están acurrucados, o en los matorrales al acecho? ¿Quién prepara su provisión al cuervo, cuando sus crías gritan hacia Dios, cuando se estiran faltos de comida? (Job 38, 37-41)

Los textos citados nos muestran como hasta los aspectos más sencillos de la Creación colocados en función de Dios adquieren una belleza, y una grandeza que en sí mismas, abstrayéndolas de este prisma, no tendrían.

Cuando ponemos a Dios en el centro de las cosas, ellas adquieren otra profundidad, otro colorido, otra importancia. Y empezamos a considerar con grandeza todo lo que vemos y hacemos pues reconocemos el designio de Dios en cada cosa. Y esta contemplación de la grandeza en las cosas da el horizonte propio del hombre, lo eleva.

Es ahí que damos el debido valor a las cosas, pues vemos por detrás de ellas un reflejo de Dios. Quien vive en esta altura de la vida contempla la infinitud de Dios que aparece sobre un ángulo magnífico.

Existen bellezas comunes que saltan a los ojos de todos, como la belleza de una flor, de un bonito amanecer. Más existe un tipo de belleza, que solo lo pueden admirar las almas que alcanzan un grado de amor de Dios y de unión con él. Es la belleza del alma. Del alma del hombre de fe, el cual es la más perfecta huella de Dios en la creación visible. Belleza que se refleja en los más mínimos detalles como un gesto, una mirada, una expresión. Quien sabe admirar esta alta forma de belleza sabrá admirar el libro de Job.

¿Qué es el hombre para que tanto de él te ocupes, para que pongas en él tu corazón, para que le escrutes todas las mañanas y a cada instante le escudriñes?(Job 7, 17-18).

Dios da importancia a nuestros actos, Él se preocupa por nosotros y cada acto de amor que a Él dirijimos, por más pequeño e insignificante que parezca, -por ejemplo como una pequeña oración en la mañana, una flor que pongamos al pie de un sagrario- tiene delante de Él mucha importancia.

Pidamos a Nuestra Señora, aquella que guardaba todas las cosas meditándolas en su corazón, que nos ayude a admirar la grandeza de la creación puesta por Dios para nuestro bien y a saber dar el debido valor a nuestros actos, colocando todo en función de Dios.

Por Hugo Ochipinti

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