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Carta del Cardenal Piacenza, para la Jornada Mundial de Oración por los Sacerdotes – II Parte

Redacción (Martes, 18-06-2013, Gaudium Press) Continuamos con la II Parte de la Carta del Cardenal Piacenza, dirigida a los presbíteros del mundo entero, con ocasión de la Jornada Mundial de Oración por los Sacerdotes, celebrada el 7 de junio pasado:

Los contenidos de la fe

El Catecismo de la Iglesia Católica -resultado del Sínodo Extraordinario de los Obispos de 1985, como instrumento al servicio de la catequesis y realizado mediante la colaboración de todo el Episcopado- ilustra a los fieles la fuerza y la belleza de la fe.

El Catecismo es un auténtico fruto del Concilio Ecuménico Vaticano II, que torna más fácil el ministerio pastoral: homilías atrayentes, incisivas, profundas, sólidas; cursos de catequesis y de formación teológica para adultos; la preparación de los catequistas, la formación de las diversas vocaciones en la Iglesia, de modo especial en los Seminarios.

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Card. Piacenza

La Nota con indicaciones pastorales para el Año de la fe (6 de enero de 2012) ofrece una amplia variedad de iniciativas para vivir tal tiempo privilegiado de gracia muy unidos al Santo Padre y al Cuerpo episcopal: las peregrinaciones de los fieles a la Sede de Pedro, a Tierra Santa, a los Santuarios marianos, a la próxima Jornada Mundial de la Juventud en Río de Janeiro, en el inminente mes de julio; los simposios, convenios y reuniones, también a nivel internacional, y en particular aquellos dedicados al redescubrimiento de las enseñanzas del Concilio Vaticano II; la organización de grupos de fieles para la lectura y la profundización común del Catecismo con un renovado empeño por su difusión.

En el actual clima relativista, parece oportuno evidenciar cuánto es importante el conocimiento de los contenidos de nuestra auténtica doctrina católica, inseparable del encuentro con atrayentes testimonios de fe. Sobre los primeros discípulos de Jesús en Jerusalén, se cuenta en los Hechos que «eran perseverantes en oír la enseñanza de los apóstoles, en la comunión fraterna, en el partir del pan y en las oraciones» (At 2,42).

En ese sentido, el Año de la Fe es una ocasión especialmente propicia para una acogida más atenta de las homilías, las catequesis, los discursos y de otras intervenciones del Santo Padre. Para muchos fieles, tener a disposición las homilías y los discursos de las audiencias será de gran ayuda para transmitir la fe a otros.

Se trata de verdad de la cual se vive, como dice San Agustín cuando, en una homilía sobre la ‘redditio symboli’, describe la oración del Creo: «Vosotros, por tanto, lo recibisteis y transmitisteis, pero en la mente y el corazón debéis tenerlo siempre presente, debéis repetirlo en vuestros lechos, repensarlo en las plazas y no olvidarlo durante las refecciones: y también cuando durmáis con el cuerpo, debéis vigilar en él con el corazón». (Agustín de Hipona, Discurso 215, sobre la Redditio Symboli).

En la Porta Fidei, se traza un recorrido para hacer comprender de modo más profundo los contenidos de la fe y la acción con la cual nos confiamos libremente a Dios: la acción con el cual se cree y los contenidos a los cuales damos nuestro consentimiento son marcados por una profunda unidad (cfr. n. 10).

Crecer en la fe

El Año de la fe representa, por tanto, una invitación a la conversión a Jesús único Salvador del mundo, a crecer en la fe como virtud teologal. En el prólogo del primer volumen de Jesús de Nazaret, el Santo Padre escribe sobre las consecuencias negativas si Jesús es presentado como una figura del pasado, de la cual poco se sabe ciertamente: «Una situación similar es dramática para la fe, porque torna incierto su auténtico punto de referencia: la íntima amistad con Jesús, del cual todo depende, amenaza buscar en el vacío» (p.8)
Vale la pena meditar más veces sobre estas palabras: «la íntima amistad con Jesús, del cual todo depende». Se trata del encuentro personal con Cristo. Encuentro de cada uno de nosotros y de cada uno de nuestros hermanos y hermanas en la fe, a quien servimos con nuestro ministerio.

Encontrar a Jesús, como los primeros discípulos -Andrés, Pedro, Juan- como la samaritana o como Nicodemo; acogerlo en la propia casa como Marta y María; escucharlo leyendo muchas veces el Evangelio; con la gracia del Espíritu Santo, este es el camino seguro para crecer en la fe. Como escribió el Siervo de Dios Pablo VI: «La fe es el camino a través del cual la verdad divina entra al alma» (Enseñanzas, IV, p. 919).

Jesús invita a sentir que somos hijos y amigos de Dios: «Yo llamo a ustedes de amigos, porque yo comuniqué a ustedes todo lo que oí de mi Padre. No fueron ustedes quienes me escogieron, sino fui yo quien los escogió. Yo los destiné para ir y dar fruto, y para que su fruto permanezca. El Padre dará a ustedes cualquier cosa que ustedes pidan en mi nombre». (Jn 15,15-16).

Medios para crecer en la Fe. La Eucaristía

Jesús invita a pedir con plena fe, a rezar con las palabras «Padre nuestro». Propone a todos, en el discurso de las Bienaventuranzas, una meta que a los ojos humanos parece una locura: «Sean perfectos como es perfecto vuestro Padre que está en el cielo» (Mt 5,48). Para ejercitar una buena pedagogía de la santidad, capaz de adaptarse a las circunstancias y a los ritmos de cada persona, debemos ser amigos de Dios, hombres de oración.

En la oración aprendemos a cargar la Cruz, aquella Cruz abierta al mundo entero, para su salvación, que, como revela el Señor a Ananías, acompañará también la misión de Saulo, recién-convertido: «Id, porque ese hombre es un instrumento que yo escogí para anunciar mi nombre a los paganos, los reyes y al pueblo de Israel. Yo voy a mostrar a Saulo cuánto él debe sufrir por causa de mi nombre.» (At 9,15-16). Y a los fieles de Galácia, San Pablo hará esta síntesis de su vida: «Fui muerto en la cruz con Cristo. Yo vivo, pero ya no soy yo que vivo, pues es Cristo que vive en mí. Y esta vida que ahora vivo, yo la vivo por la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí (Gal 2,19-20).

En la Eucaristía, se actualiza el misterio del sacrificio de la Cruz. La celebración litúrgica de la Santa Misa es un encuentro con Jesús que se ofrece como víctima por nosotros y nos transforma en Él. «En efecto, por su naturaleza la liturgia posee una eficacia pedagógica propia para introducir a los fieles en el conocimiento del misterio celebrado. Por eso mismo, en la tradición más antigua de la Iglesia, el camino formativo del cristiano – aunque sin descuidar la inteligencia sistemática de los contenidos de la fe – asumía siempre un carácter de experiencia, donde era determinante el encuentro vivo y persuasivo con Cristo anunciado por auténticos testigos. En este sentido, quien introduce en los misterios es primariamente el testigo» (Benedicto XVI, Exort. Ap. Sacramentum caritatis, 22-II-2007, n. 64). No sorprende, por tanto, que en la Nota con indicaciones pastorales para el Año de la fe se sugiera intensificar la celebración de la fe en la liturgia y en particular en la Eucaristía, donde la fe de la Iglesia es proclamada, celebrada y reforzada (cfr. n. IV, 2). Si la liturgia eucarística es celebrada con gran fe y devoción, los frutos son asegurados.

El Sacramento de la Misericordia que perdona

2.jpgSi la Eucaristía es el Sacramento que edifica la imagen del Hijo de Dios en nosotros, la Reconciliación es aquello que nos hace experimentar la fuerza de la misericordia divina, que libera el alma de los pecados y la hace saborear la belleza del retorno a Dios, verdadero Padre apasionado por cada uno de sus hijos. Por eso, el sagrado ministro en primera persona debe estar convencido de que «solo si nos comportamos como hijos de Dios, sin desalentarnos por causa de nuestras caídas y de nuestros pecados, sintiéndonos amados por Él, nuestra vida será nueva, animada por la serenidad y la alegría. ¡Dios es nuestra fuerza! ¡Dios es nuestra esperanza!» (Papa Francisco, Audiencia general del 10 de abril de 2013).

A partir de esa presencia misericordiosa, el sacerdote debe ser él mismo sacramento en el mundo: «Jesús no tiene una casa porque su casa es el pueblo, somos nosotros, su misión consiste en abrir las puertas de Dios para todos, en ser la presencia de amor de Dios» (Ídem, Audiencia general del 27 de marzo de 2013). No podemos, por tanto, enterrar ese maravilloso don sobrenatural, ni distribuirlo sin tener los mismos sentimientos de Él, que amó a los pecadores hasta el auge de la Cruz. En este sacramento, el Padre nos dona una ocasión única para ser, no solo espiritualmente, sino nosotros mismos, con nuestra propia humanidad, la mano suave que, como el Buen Samaritano, derrama el óleo que da alivio a las llagas del alma (Lc 10, 34).

Sentimos nuestras estas palabras del Pontífice: «El cristiano que se cierra en sí mismo, que esconde todo lo que el Señor le dio es un cristiano… ¡no es cristiano! ¡Es un cristiano que no da gracias a Dios por todo lo que recibió! Esto nos dice que la espera del regreso del Señor es el tiempo de la acción -nosotros vivimos en el tiempo de la acción- el tiempo en el cual fructificar los dones de Dios, no para nosotros mismos, sino para Él, para la Iglesia, para los otros, el tiempo en el cual buscar hacer crecer siempre el bien en el mundo. (…) Estimados hermanos y hermanas, nunca tengamos miedo de mirar hacia el Juicio final; al contrario, que él nos lleve a vivir mejor el presente. Dios nos ofrece este tiempo con misericordia y paciencia, a fin de que aprendamos todos los días a reconocerlo en los pobres y en los pequeñitos, de trabajar para el bien y de ser vigilantes en la oración y en el amor. Que al final de nuestra existencia y de la historia el Señor pueda reconocernos como siervos buenos y fieles» (Ídem, Audiencia general del 24 de abril).

El sacramento de la Reconciliación es, por tanto, también el sacramento de la alegría: «Cuando todavía estaba lejos, el padre lo avistó, y tuvo compasión, salió corriendo, lo abrazó, y lo cubrió de besos. Entonces el hijo dijo: ‘Padre, pequé contra Dios y contra ti; ya no merezco que me llamen tu hijo’. Pero el padre dijo a los empleados: ‘Deprisa, traigan la mejor túnica para vestir a mi hijo. Y coloquen un anillo en su dedo y sandalias en los pies. Agarren al novillo gordo y mátenlo. Vamos a hacer un banquete. Porque este mi hijo estaba muerto, y volvió a vivir; estaba perdido, y fue encontrado’. Y comenzaron la fiesta» (Lc 15,11-24). Cada vez que nos confesamos, encontramos la alegría de estar con Dios, porque experimentamos su misericordia, tal vez tantas veces cuando manifestamos al Señor nuestras faltas debido a la indiferencia y la mediocridad. Así se refuerza nuestra fe de pecadores que aman a Jesús y son amados por Él: «Cuando alguien es convocado por el juez o tiene una causa, la primera cosa que hace es buscar un abogado para que lo defienda.

¡Nosotros tenemos uno, que nos defiende siempre, nos defiende de las insidias del diablo, nos defiende de nosotros mismos y de nuestros pecados! Queridísimos hermanos y hermanas, tenemos este abogado: ¡no tengamos miedo de buscarlo para pedir perdón, para pedir la bendición, para pedir misericordia! Él nos perdona siempre, es nuestro abogado: ¡nos defiende siempre! ¡No olvidéis esto!» (Ídem, Audiencia general del 17 de abril de 2013).

En la adoración eucarística, podemos decir a Cristo presente en la Hostia Santa, con Santo Tomás de Aquino:

Plagas sicut Thomas non intúeor

Deum tamen meum Te confiteor

Fac me tibi semper magis crédere

In Te spem habére, Te dilígere.

Y también con el apóstol Tomás podemos repetir con nuestro corazón sacerdotal, cuando Jesús está en nuestras manos: ¡Dominus meus et Deus meus!

«Bienaventurada aquella que creyó, porque sucederá lo que el Señor le prometió» (Lc 1,45). Con esas palabras, Isabel saludó a María. ¡A Ella que es Madre de los sacerdotes y que nos precedió en el camino de la fe, recurramos a fin de que cada uno de nosotros crezca en la Fe de su divino Hijo y, así, llevemos al mundo la Vida y la Luz, el calor, del Sacratísimo Corazón de Jesús!

Mauro Card. Piacenza
Prefecto
Celso Morga Iruzubieta
Secretario

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