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La Belleza, el misterio, la estupidez del Renacimiento y el retorno de los brujos

Bogotá (Jueves, 01-12-2012, Gaudium Press) La Belleza es un gran ‘secreto’ de quienes dirigen a los hombres, pues ella agrada, agradando atrae, y atrayendo conduce. Es por eso que la pompa ha estado comúnmente presente en el aparato de la autoridad, y es lógico que así lo sea. Pero la belleza no es sólo un instrumento sino un fin apreciado, en la medida en que ofrece algo de felicidad al hombre, y por ello todos los pueblos de todos los tiempos se enorgullecen, exponen y protegen con esmero aquello que de más bello produjeron.

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La belleza en su sentido más profundo es uno de los atributos de la Divinidad, y por ello los pintores eclesiásticos de recto gusto estético siempre buscaron representar los misterios de la fe de la forma más bella posible. Ejemplo clásico y maravilloso de ello es la obra pictórica del Beato Angélico.

Sea que consideremos una de sus muy famosas Anunciaciones, o que contemplemos esa maravillosa ‘Madonna con Ángeles rodeada por Santo Domingo y Santa Catalina’, o cualquiera otra de sus muchas estupendas obras, veremos que todos sus personajes son representados con perfección, sus figuras van a la búsqueda de un ideal que el Beato pintor tiene implícito en su espíritu.

Sin embargo, y aquí iniciamos el abordaje de nuestro punto, ese ideal representado en los personajes de Fra Angélico no es meramente de perfección humana sino también divina, y por tanto no le cierran el espacio al misterio, a ese algo que no conocemos pero que nos atrae de la Divinidad.

5 fra angelico.jpgSi analizamos el rostro de la Virgen anunciada de la foto adjunta, concordaremos en que él es lindo, bello -por tanto armónico, proporcionado, íntegro y demás características tomistas del ‘pulchrum’-; diremos que él atrae de forma pura, que él expresa un culmen de perfección, pero que, entretanto, al mismo tiempo que mucho nos dice, mucho nos esconde, y a muchas otras cosas nos remite. Esa Virgen es ciertamente muy humana, pero al mismo tiempo es muy ‘divina’, ella parece pertenecer a esta tierra pero más a ese mundo ideal del Paraíso, del Cielo. Esa Madonna encierra y manifiesta en sus facciones, en su porte, en su pureza, en su actitud meditativa y contemplativa, el misterio de todo un Dios que se albergó en su seno, y que habita actualmente en Ella en plenitud de gracia. Ella es linda, brillante y también misteriosa, en el sentido de que esconde algo maravilloso en su ser, que no se muestra por entero pero que se insinúa, se manifiesta, y este misterio también atrae, pues en el fondo reporta al Absoluto, hacia el Cuál todos sentimos la atracción fundamental.

5.jpgMuy diferente, muy distinta es la Madonna de Rafael de la foto adjunta, la también famosa Virgen de la Silla. Sí, ella ciertamente ofrece al que la contempla una alta perfección pictórica, de representación exacta de trazos humanos, mayor inclusive que la de la Virgen de Fra Angelico. Y sin embargo, en comparación con la del beato pintor dominico, aquí se redujo al nivel del suelo lo que llamaríamos el ‘misterio divino pictórico’, ese reportarse a un ‘más allá dorado’. Esa Madonna rafaelina es linda, es bella también, pero ella es muchísimo menos ‘paradisiaca’. Incluso, tenemos seguridad que es una Virgen porque así el pintor nos lo dijo, pues ella podría perfectamente ser una de las muchas campesinas del Lazio de entonces. El reportarse a otros mundos de idilio aquí casi que desapareció. Bueno, para ser enteramente sinceros, personalmente sentimos que en la Virgen de la Silla sí hay una puntita de misterio, pero un misterio ya diferente…

Eso que hemos ejemplificado con una imagen de Fra Angelico y otra de Rafael, podríamos trasladarlo, con las debidas adaptaciones y los matices que comportaría cada caso, a toda la obra artística de la Baja Edad Media y del Renacimiento: a la búsqueda de la perfección humana, de la representación o construcción natural perfecta, el renacimiento y los tiempos sucesivos fueron olvidando el misterio, fueron abandonando paulatinamente ese ‘secreto’, ese ‘enigma’ maravilloso -no revelado pero insinuado- que estaba presente en todo lo pulcro medieval. Al principio la perfección natural renacentista deslumbró, inebrió; pero después de 4 siglos…

7.jpgDespués de 4 siglos llegamos a «Le Matin de magiciens» (El retorno de los magos, el retorno de los brujos), el conocido ensayo de Louis Pauwels y Jacques Bergier publicado en 1960, presentado como «una introducción al realismo fantástico», donde lo fantástico no es «la aparición de lo imposible», sino «una manifestación de leyes naturales» cuando ellas no ha sido manchadas por el cientificismo; una presentación no racionalista ni naturalista del ser humano, «ese infinito», que tiene capacidades no solo ‘naturales’, sino también de abertura a la parasicología, a la telepatía, al «espíritu mágico», a los «mutantes». La búsqueda del misterio había regresado a amplia escala, pero con signo oscuro; el mero naturalismo, el ‘perfecto-humano’ deslumbrante en sus primeras etapas habíase desgastado, se había revelado no satisfaciente, y ahora el hombre buscaba nuevamente el misterio, pero ahora era más lo oculto con un toque siniestro, un siniestro que promete algo muy por encima de lo natural, pero que no es propiamente bello, sino que manifiesta de forma gradual y más o menos discreta su fealdad…

Y hoy, es el Halloween de las calabazas druidas y los vampiros, en muchos lugares el aquelarre del horror, que produce un cierto y pasajero hechizo ‘encantador’, pero finalmente el desaliento, el sinsentido, la frustración, la angustia, la desesperación.

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¿La respuesta a ello? El verdadero ‘pulchrum’, misterioso sí pero divino, que alegra, que entusiasma, que reporta al Creador, que anima para la lucha, para la faena diaria, para sobrellevar las penas; una belleza misteriosa pero verdadera, reflejo del Creador; no los deslumbres fantásticos y mentirosos de Satanás.

En fin, esa Belleza anunciada, que, en un grito también misterioso pero lleno de esperanza, proclamó un día Juan Pablo II cuando promulgó que la belleza, la Suma Belleza, será aquella que salvará al mundo.

Por Saúl Castiblanco

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