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San Francisco Solano: contemplación y acción en la evangelización de un nuevo continente

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Redacción (Jueves, 18-07-2013, Gaudium Press) En medio de la inhóspita selva sudamericana, un fraile franciscano de finales del siglo XVI contempla a unos sonoros pajarillos cuyos coloridos plumajes salpican el verde de la vegetación. Además de esos graciosos trinos sólo se oye el murmullo de una burbujeante fuente cercana. Esta agradable consonancia enseguida despierta su aguzada inclinación musical. Se pone en el hombro el violín que lleva consigo y empieza a acompañar con el arco y las cuerdas la armonía de la naturaleza.

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San Francisco Solano
El pueblo sudamericano cariñosamente le
apodó «el fraile del violín»

El súbito silbido de una flecha que pasa rozando al violinista hace que la melodía pare. Recoge su instrumento, mira serenamente a su alrededor y se da cuenta que a no mucha distancia, oculto entre el ramaje, hay un indígena de grandes y oscuros ojos. El disparo había sido el aviso del inminente ataque de los nativos de la región, molestos por la incursión de aquel extraño en su territorio.

Sin embargo, la fisonomía del franciscano se ilumina enseguida, mostrando una satisfacción propia del que encuentra a quien desde hacía tiempo andaba buscando. Deja el violín sobre una piedra, camina resuelto en dirección al indio y lo abraza con gran afecto. Desconcertado ante tan inusitada actitud, éste permanece inmóvil. En su alma, no obstante, siente una mezcla de paz, alegría y deseo de conocer algo que se le presenta como sublime e inefable. Y se conmueve.

Este providencial encuentro marcaba el comienzo de la conversión de una tribu más de la Gobernación del Tucumán, actual territorio de Argentina.

Ese mismo franciscano ya había conducido a la verdadera Religión a miles de nativos que lo consideraban como a un padre, «tenían en él una fe muy grande, le respetaban y veneraban, reconociéndole como santo».1 Su complexión escuálida, indicativa del rigor de las mortificaciones que se imponía a sí mismo, contrastaba con una cautivante sonrisa, signo exterior de la íntima unión con Aquel que hace al justo rebosar de alegría (cf. Sal 67, 4).

El aura de santidad de ese hombre extraordinario marcó los comienzos de la evangelización de América, dejando en la historia del continente las indelebles huellas de su caridad. Se llamaba Francisco y era conocido en su Orden por P. Solano, uno de sus apellidos. El pueblo sudamericano cariñosamente le apodó «el fraile del violín».

Un niño contemplativo

Francisco Sánchez Solano Jiménez nació en la católica España de las grandes expediciones de ultramar y fue bautizado el 10 de marzo de 1549, en la iglesia parroquial de Montilla. Sus padres -Mateo Sánchez Solano y Ana Jiménez- eran muy respetados, no sólo por la nobleza de su sangre, sino sobre todo por sus virtudes.

Su infancia fue tranquila, en un ambiente familiar nimbado de religiosidad. Tenía un temperamento recogido y contemplativo, y se entretenía observando largamente la naturaleza, encantado con su belleza. Debido a una sensibilidad musical poco habitual, su pasatiempo predilecto era alimentar con migajas a las melodiosas avecillas que encontraba en los jardines de su casa y cantar con ellas. Así comenzaba a «ejercitarse una voz, que había de cantar las grandezas de Dios a las bárbaras naciones de los indios».2

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Santa Rosa de Lima – Pinturas del Convento
de Santo Domingo, Lima

Aunque tal serenidad de espíritu no significaba indolencia de carácter. Cuando presenciaba algún altercado entre los niños, e incluso entre adultos, amonestaba con seriedad a los contendientes y siempre lograba la reconciliación. Ejercía, además, una singular influencia sobre las personas con las que convivía: bastaba su presencia para que se aquietasen las malas inclinaciones, los vicios perdieran dinamismo y las almas se sintiesen propensas a la virtud.

Al caer en terreno fértil, las clases de Catecismo fructificaban pronto. Dedicado a la oración, devoto de la Santa Misa y asiduo frecuentador del sacramento de la Penitencia, el muchacho sacó de esa intensa vida de piedad las energías suficientes para triunfar en las luchas de la adolescencia, manteniendo una inmaculada pureza y rectitud de conducta. En el colegio de los jesuitas de Montilla, Francisco era considerado modelo de integridad y muy apreciado por sus compañeros, incluso por los jóvenes de costumbres livianas, hasta el punto de que bastaba que se acercase a cualquier corrillo para que se acabasen las malas conversaciones y se creara entre los chicos un sano ambiente de alegría.

Sacerdote franciscano

Cuando sintió en su alma la vocación religiosa, enseguida la identificó con el carisma franciscano, que veía reflejado en los frailes del convento de San Lorenzo, en Montilla. Le atraía sobremanera la idea de hacerse discípulo del poverello de Asís, por el que nutría vehemente entusiasmo. En ese convento hizo la profesión religiosa el 25 de abril de 1570.

Para profundizar en sus estudios fue enviado al convento de Santa María de Loreto. No obstante, mientras más se aplicaba a las doctrinas, más se fortalecía en su corazón el anhelo de realizar un sueño que alimentaba desde hacía tiempo, tan característico de las almas apasionadas por Cristo: el martirio. Ser misionero en Marruecos le parecía la mejor manera de concretizar tal aspiración, pues no era raro que recibiesen la palma del martirio los religiosos que se aventuraban a evangelizar esa región. Le pidió a sus superiores que lo enviasen allí, pero no fue atendido. Era en los claustros españoles donde el Altísimo quería templar el alma del futuro apóstol, y le pedía en aquel momento un sacrificio no menos excelente: la inmolación de su propia voluntad, sujetándola a la obediencia. Y la ofreció por completo.

Fue ordenado sacerdote en 1576, en la fiesta de San Francisco de Asís. Tres años después tuvo que volver a Montilla a causa del fallecimiento de su padre. Durante su estancia en su tierra natal obró la curación milagrosa de algunos enfermos. La noticia de estos prodigios enseguida se extendió por la ciudad, lo que llevó al pueblo a aclamarle como santo. Empezó entonces una de sus batallas más grandes, que trabó hasta su último aliento: la de no permitir que le atribuyeran a su persona las alabanzas debidas a Dios. Sin embargo, cuanto más se esquivaba de los elogios, más era exaltado. Por eso, no se cansaba de repetir: «Glorificado sea Dios. Alabado sea Dios».3

 

Don de comunicar alegría

Ejerció en varios conventos cargos de autoridad, como prior y maestro de novicios, y era para los demás religiosos una continua invitación a la santidad. Fidelísimo a la «dama pobreza» y entusiasta admirador de los reflejos de las perfecciones divinas que se encuentran en las criaturas, actuaba en todas las circunstancias como un hijo perfecto de San Francisco de Asís. Al igual que era intransigente consigo mismo en las penitencias corporales, tampoco toleraba que ninguno de sus subordinados manifestase tristeza por estar sirviendo a Dios. Tenía el precioso don de comunicarles «el gusto, la alegría por las cosas santas» y hacía el apostolado «de la alegría en la lucha, de la alegría en la seriedad, de la alegría en el sufrimiento, del entusiasmo».4

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Santo Toribio de Mogrovejo, Catedral de Lima

Ahora bien, el pueblo percibía la excelencia de tales virtudes, de modo que, cuando el santo fraile salía a la calle para pedir limosnas, los transeúntes lo rodeaban, disputándose el privilegio de besarle el hábito o recibir su bendición.

A fin de librarse de estas manifestaciones, pidió que le enviaran a evangelizar a «Las Indias». Sintió un gran regocijo cuando le asignaron una misión en la Gobernación del Tucumán, en el Nuevo Mundo, hacia donde embarcó el 13 de mayo de 1589. Aunque debido a un naufragio y a otros contratiempos, acabó arribando unos meses después en Paita, Perú. Solamente llegaría a Santiago del Estero, capital de la provincia a la que había sido destinado, el 15 de noviembre de 1590, tras un largo y penoso recorrido, comenzando a los 41 años de edad su vida de misionero.

 

Apóstol en el Nuevo Mundo

Como suele ocurrir en la historia de las misiones, abundante era la mies y poquísimos los obreros por aquellas regiones. Por lo tanto, cada religioso era una pieza clave en la obra de la evangelización. Bien compenetrado de eso, nuestro santo no dudó en lanzarse con heroica dedicación en la labor de salvar a las almas confiadas a él.

En las aldeas de Socotonio y Magdalena, a donde fue enviado como predicador, aprendió en menos de quince días el complicado dialecto tonocoté. Lo hablaba con impresionante fluidez, llegando a expresarse con más perfección que muchos nativos. Además de esa facilidad, la Providencia le dio el mismo don concedido a los Apóstoles el día de Pentecostés: en algunas predicaciones, hablando a españoles e indios de diferentes dialectos, todos le entendían, cada uno en su propio idioma.

Nada le detenía en la conquista de almas para Cristo. Se exponía a grandes peligros yendo a la búsqueda de los indígenas que vivían en la selva y, ya sea para alimentarles la fe, ya para auxiliarlos en sus necesidades materiales, prodigaba milagros por donde pasaba. Entre otros innumerables portentos, hacía brotar manantiales en lugares desérticos, amansaba animales feroces, curaba enfermos, proveía de alimentos en épocas de escasez.

Con todo, sin lugar a dudas, sus mayores milagros eran los que se operaban en el interior de las almas: «El padre Solano amaba a los indios, les hablaba en su lengua y ellos le respondían y se convertían por millares».5 Su singular instrumento de piedad y apostolado, el violín, era complemento indisociable de un original y eficaz método de evangelización, que consistía en intercalar las predicaciones con animadas melodías, ora ejecutadas con el arco y las cuerdas, ora cantadas con su hermosa voz. Maravillados, los indígenas se abrían a la acción de la gracia y enseguida surgía el corolario esperado por el apóstol: el deseo de recibir el Bautismo. La misma voz que les había atraído por el arte de la música y les enseñó las verdades de la fe, cumplía la más alta de sus finalidades, al administrarles los sacramentos. Así, los preciosos talentos confiados al siervo bueno y fiel rendían ciento por uno, y paulatinamente la luz de la Iglesia se iba extendiendo por aquellas comarcas, venciendo las tinieblas del paganismo.

Los nativos, expresando su gran fe, respeto y veneración, «se le hincaban de rodillas a besarle el hábito y la mano en cualquier parte donde le veían y en los caminos; y el padre era tan piadoso con ellos que viéndolos se apeaba de la cabalgadura y los abrazaba y agasajaba, y daba de lo que llevaba».6 Después de años de fecundo apostolado recibió en 1595 la orden de dirigirse a Lima, para fundar allí un nuevo convento franciscano. Siempre dócil a sus superiores obedeció con prontitud.

«Voy a tocar para una Doncella hermosísima»

La capital de Perú pasaba por un gran florecimiento religioso y aquellos años contemplaban un brote de almas que más tarde serían veneradas en el mundo entero: Santo Toribio de Mogrovejo, Santa Rosa de Lima, San Martín de Porres y San Juan Macías.

Los recién edificados claustros de la nueva fundación franciscana -bautizada con el nombre de Nuestra Señora de los Ángeles y hoy conocida como Convento de los Descalzos- vinieron a ser un joyero para este escogido. Allí el padre Francisco Solano estrecharía su unión con Dios. Sin descuidar sus obligaciones y las obras apostólicas, el santo llevó en ese bendecido lugar una vida de recogimiento y oración; ahí se intensificarían y se harían más frecuentes sus éxtasis y arrobamientos de amor a Jesús y la Santísima Virgen.

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San Martín de Porres – Pinturas del Convento
de Santo Domingo, Lima

Con frecuencia, a altas horas de la noche, resonaban en la iglesia vacía las músicas ejecutadas por él con el violín. En cierta ocasión, le dijo a un religioso con el que se cruzó en un pasillo cuando se dirigía hacia allí: «Voy a tocar para una Doncella hermosísima, que me está aguardando».7 El fraile se quedó intrigado y a la noche siguiente se escondió detrás de la puerta de la sacristía y pudo contemplar esta escena: tras rezar bastante tiempo ante el altar mayor, el hermano violinista ofreció a Jesús Eucarístico un breve y animado concierto; después se fue al altar de Nuestra Señora y no sólo tocó otras músicas, sino que mientras cantaba un entusiasmado himno a las glorias de la Virgen Madre, se puso a saltar y bailar con mucha gracia y elegancia.

De hecho, a los pies de la «Causa de nuestra alegría» era donde el santo franciscano encontraba confortación en los sufrimientos y fuerzas para practicar la virtud, como él mismo había confiado: «En esta casa tengo mis entretenimientos y todo mi consuelo, porque comunico a una Señora, que es todo el alivio de mis penas y el gozo y gloria de mi alma».8

 

Histórico sermón en Lima

La población de Lima, donde pasó los últimos años de su vida, fue objeto de su celo apostólico, que se manifestaba sobre todo en las predicaciones. Éstas, tan eficaces en la conversión de miles de indios, no producían efecto menos significativo en el pueblo limeño. La historia de aquel país registra el sermón que hizo el 21 de diciembre de 1604, el cual estampó en la ciudad una marca de analogía con la bíblica Nínive, movida a la penitencia por las palabras del profeta Jonás. El santo fraile exhortó al arrepentimiento y a la conversión a la multitud aglomerada en la plaza de Armas, censurándole sus malas costumbres y recordándole la justicia de Dios, que muchas veces castiga a los hombres con catástrofes para corregirlos y salvarlos.

El sermón caló hondo en las almas. Las iglesias tuvieron que permanecer abiertas durante toda la noche debido a la enorme afluencia de fieles en busca de la reconciliación con Dios. En la catedral, «era tanto el concurso de personas que venían a confesarse que concurrían a los pies de los confesores de tres en tres y cuatro en cuatro, sin reparar en que los unos oyesen las culpas de los otros, porque las confesaban públicamente».9 Gran número de los habitantes dejó para siempre los malos hábitos, verificándose cómo el efecto de aquella predicación no había sido un efímero surto de fervor.

Promesa de un grandioso porvenir

Al enterarse de la noticia de su muerte, el 14 de julio de 1610, el pueblo acudió en masa al convento, siendo necesario cambiar cuatro veces el hábito que lo revestía, pues la gente no se contentaba con besarle las manos y los pies y le cortaban pedazos de su ropa para guardarla como reliquia. Justas manifestaciones de veneración, debidas al humilde «fraile del violín», cuya admirable riqueza de personalidad fue descrita por un cronista contemporáneo de este modo: «En la penitencia y en la predicación fue un Juan Bautista; en el celo a la fe, un Elías; en la paz interior y caridad, un Moisés; en la esperanza de lo eterno, un San Francisco de Asís.10

Hombre capaz de mover multitudes a la conversión y de enternecerse con el canto de un pajarillo, dotado de espíritu altamente contemplativo y al mismo tiempo impulsor de osadas acciones misioneras, San Francisco Solano dejó un ejemplo de vida que atraviesa los siglos, como promesa de un grandioso porvenir para América.

Si para echar las primeras semillas del Evangelio en estas tierras, la Providencia quiso enviar a un apóstol de tal magnificencia, ¿cuántas otras almas de igual o mayor porte no suscitaría en el seno del Nuevo Mundo, en siglos venideros, para dar continuidad a la obra tan brillantemente empezada?

(Revista Heraldos del Evangelio, Jul/2012, n. 127, pag. 36 a 39)

 

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