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Somos católicos, apostólicos y plenamente romanos – II Parte

Redacción (Miércoles, 17-09-2014, Gaudium Press) Por altar, entiende San Ignacio de Antioquía un signo de comunión en la Iglesia, a ejemplo de lo que ocurre en la Eucaristía. Así afirma el Obispo de Antioquía: «Preocupaos en participar de una sola eucaristía. De hecho, hay una sola carne de nuestro Señor Jesucristo y un solo cáliz en la unidad de su sangre, un único altar, así como un solo obispo con el presbiterio y los diáconos. De ese modo, lo que hicieres, hacedlo según Dios.»[4]

Es muy marcada la nota de unidad encontrada en los escritos de San Ignacio, incentivando la unión entre el obispo y los fieles, alianza esta que es realizada en el sacramento que es el propio Redentor, vinculado en la más excelente de las virtudes: la caridad. Así, demuestra, él, que todas las iglesias estén en comunión con sus respectivos obispos, y estos prelados sean fieles a aquel que principalmente preside en la caridad.

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Escuchemos, entonces, las milenarias palabras de San Clemente I, el 3º Sumo Pontífice después de San Pedro, que buscaba resolver una polémica ocurrida en la iglesia de Corinto, en la región de Asia, al final del S. I: «La Iglesia de Dios que vive como extranjera en Roma, para la Iglesia de Dios que vive como extranjera en Corinto. […] Hermanos, por las desgracias y adversidades imprevistas, que nos ocurrieron una tras otra, creemos haber demorado mucho para dar atención a las cosas que entre vosotros se discuten». [5] Con estas líneas de su carta, encontramos la respuesta de la pregunta hecha arriba, pues Cristo no nos abandonó, sino que gobierna su Iglesia, rige e instruye a través de los sucesores de San Pedro, como está escrito: «Yo te daré las llaves del Reino de los cielos: todo lo que unieres en la tierra será unido en los cielos, y todo lo que soltares en la tierra será soltado en los cielos» (Mt 16, 19), y más adelante: «es que estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20).

En virtud de esto, San Ignacio de Antioquía da el ejemplo, y, con solemne respeto, escribe él a la Iglesia de Roma, casi como que genuflexo, reconociendo su superioridad apostólica:

«Ignacio, también llamado Teóforo, a la Iglesia que recibió la misericordia, por medio de la magnificencia del Padre Altísimo y de Jesucristo, su Hijo único; a la Iglesia amada e iluminada por la bondad de aquel que quiso todas las cosas que existen, según fe y amor de ella por Jesucristo, nuestro Dios; a la Iglesia que preside en la región de los romanos, digna de Dios, digna de honra, digna de ser llamada feliz, digna de alabanza, digna de éxito, digna de pureza, que preside al amor, que porta la ley de Cristo, que porta el nombre del Padre; yo os saludo en nombre de Jesucristo, el Hijo del Padre. A aquellos que física y espiritualmente están unidos a todos sus mandamientos, inamoviblemente repletos de la gracia de Dios, purificados de toda coloración extraña, yo les deseo alegría pura en Jesucristo, nuestro Dios.» [6]

San Ignacio, pues, estaba en pleno acuerdo con lo que después diría el Magisterio Eclesiástico en la persona del Papa Pablo VI: «Estos mismos católicos, sin embargo, deben confesar que, por un don de la misericordia divina, pertenecen a esta Iglesia que Cristo fundó y que es dirigida por los sucesores de Pedro y los otros Apóstoles […] patrimonio perenne de verdad y de santidad de esta misma Iglesia.» [7]

En verdad, hay muchos obispos en la Iglesia de Dios, pero Él mismo quiso que hubiese una «única unidad» – si así podemos decir – pues, entre los Doce primeros príncipes eclesiásticos, escogió el Divino Maestro uno que fuese la cabeza de todos: «Y yo te digo: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 18, 16). Entretanto, hubo en la historia, una herejía que causó un cisma en la unidad de la Iglesia, que tuvo como consecuencia una descreencia por parte de algunos obispos, en la autoridad de San Pedro. El prelado de nombre Máximo y otros adhirieron a este error, el pelagianismo, pero después se retractaron, escribiendo a la Santa Sede, en el s. III, un documento que se tornó oficial del Magisterio: «en la Iglesia, pues, no ignoramos que hay un solo Dios, un solo Señor, el Cristo, el cual confesamos, un solo Espíritu Santo; que debe haber un solo obispo [primero] en la Iglesia católica.» (DH 108) Y ya en el s. V, el Papa Bonifacio I declara:

«La institución de la naciente Iglesia universal tomó inicio en el múnus honorífico del bienaventurado Pedro, en el cual está su gobierno y ápice. De su fuente fluyó, a medida que crecía la veneración de la religión, la disciplina eclesiástica en todas las Iglesias. Las disposiciones del Concilio de Nicea no testifican otra cosa, a tal punto que no osó definir nada sobre él, viendo que era imposible proponer algo arriba de su mérito, pues sabía, al final, que todo le era concedido por la palabra del Señor. Es cierto que esta Iglesia romana es, para las Iglesias esparcidas por el orbe entero, como la cabeza de sus miembros: quien de ella se desprende sea expulso de la religión cristiana, ya dejó de estar insertado en ella.» (DH 233)

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Jesús da a San Pedro las llaves del cielo

Iglesia de Saint Patrick, Roxbury, EE.UU.

«Por tanto, formaremos una porción santa, practicando todo lo que santifica […]. De hecho, fue dicho que ‘Dios se opone a los orgullosos, pero concede la gracia a los humildes’. Unámonos, por tanto, a los que recibieron la gracia de Dios […];»[8] estos son los consejos del Papa San Clemente I a los que fueron promotores de la discordia en la Iglesia de Corinto, pues tenía él bien claro el papel de la responsabilidad universal, aquí en la tierra, del supremo Vicario de Cristo, como demuestra el Papa Silicio, en el s. IV: «Llevamos el peso de todos los que están sobrecargados; más todavía, lo lleva con nosotros el bienaventurado apóstol Pedro, que en todo, conforme creemos, nos protege y defiende como herederos de su ministerio…» (DH 181). Y, por eso San Clemente I concluye: «Pero si algunos no obedecen a aquello que por él [Cristo] es dicho a través de nosotros, sepan que serán implicados en una culpa y en un peligro no pequeño; nosotros sin embargo seremos inocentes de ese pecado». [9]

Por tanto, la Iglesia es única y universal, y cabe a la de Roma la primacía sobre las demás -no que existan varias Iglesias de cada región, sino una sola, visto que así es dicho para facilitarnos la comprensión. Luego, la Sede de San Pedro rige todas las otras, y por eso no dudemos ni vacilemos de designarnos romanos, pues de ella emana el amparo, la verdadera enseñanza y el incontestable faro que nos guía, «como casta luz para mis pasos y una lámpara luciente en mi camino» (Sl 118, 105), y afirma San Agustín: «San Pedro es el timonero de todos los santos» [10]; y escribiendo como pastor de la Iglesia de Hipona declara: «La Iglesia Católica africana, que está unida y comulga con la transmarina [Iglesia Romana]…» [11]; además de ser fuerte escudo en el combate contra sus enemigos en toda la faz de la Tierra, visto que «el cristianismo, al ser odiado por el mundo, muestra que no es obra de persuasión, sino de grandeza».[12] Y la cual, Cristo Jesús prometió: «las puertas del Infierno no podrán vencerla» (Mt 16, 8). Y Santo Tomás de Aquino al comentar este pasaje explica: «Es como que dijese: podrán luchar contra ella, pero no vencerla.» [13]

Por tanto, cuando afirmamos ser católicos, apostólicos y romanos, alegamos una realidad superior que transciende nuestra comprensión, y no vacilemos en aquello que nos enseña la «Casa de la Instrucción», pues es el Señor que nos instruye, a través de su Apóstol, como ocurrió en el Concilio de Calcedonia en 451, ocasión en la cual los padres conciliares afirmaron: «Pedro habló por la boca de León». Visto que de él es la única fuente donde podremos saciarnos con aguas límpidas y saludables, como nos enseña el Doctor Angélico:

«Solo la Iglesia de Pedro, al cual cupo la misión de anunciar el evangelio a toda Italia, fue siempre firme en la fe. Mientras en otros lugares la fe no existía, o existe mezclada con muchos errores, en la Iglesia de Pedro ella se mantiene pura. Esto no debe causar admiración, pues el Señor mismo declaró a Pedro: ‘Rogué por ti, para que tu fe no desfallezca’ (Lc 22, 32).» [14]

Por Matheus Costa Agra

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[3] IGNACIO DE ANTIOQUÍA. Epístola a ños efésios. 4, 1-2; 5, 1.In: S. Ch. 10 bis. p. 61.
[4] IGNACIO DE ANTIOQUÍA. Epístola a los filadelfienses. 4, 1. In: S.Ch. 10 bis. p .123.
[5] CLEMENTE I. Epístola a los corintios. 1.1. In: S. Ch. 167. p. 99.
[6] IGNACIO DE ANTIOQUÍA. Carta a los romanos. 1. In: S. Ch. 10 bis. p.107-109.
[7] PABLO VI. Encíclica Ecclesiam suam. 6 ago. 1964. In: ASS 56 (1964), n. 629.
[8] CLEMENTE I. Carta a los corintios. 30.1-3. In: S. Ch. 167. p.149.
[9] CLEMENTE I. Carta a los corintios. 59, 1-2. In: S. Ch. 167. p.195.
[10] AGUSTÍN. Tract. S. Ioannes. 127, 5. 7. In: Obras completas. v. 23. Madrid: BAC, 2009.
[11] AGUSTÍN. Cartas. 141, 6. In: Obras completas. v. 11. Madrid: BAC, 2009.
[12] IGNACIO DE ANTIOQUÍA. Carta aos romanos. 3, 3. In: S. Ch. 10 bis. p.111.
[13] TOMÁS DE AQUINO. Op. cit., p. 87.
[14] Loc. cit.

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