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La Castidad Consagrada

Redacción (Viernes, 16-08-2013, Gaudium Press) La invención del balón en el año 1793 fue un acontecimiento mundial. Era casi imposible creer que un objeto de tal tamaño pudiese vencer la implacable ley de la gravedad, volando sin amarras, peregrinando por los aires, permitiendo contemplar panoramas desde alturas inimaginables… Sí, ¡hasta allá consiguió llegar el ingenio humano! Ahora, todo en la Creación tiene una finalidad, no solamente material, sino también en el plan espiritual y simbólico, pues el Universo salió de las manos de un único Ser, infinitamente inteligente y perfecto. No era posible que existiesen esas leyes sin que contuviesen sabias analogías en relación con criaturas superiores.

Con efecto, la tendencia de los objetos a caer tal vez sea una imagen deseada por Dios, para dar a entender al hombre cuánto su naturaleza, después del Pecado Original, se tornó propensa a la caída: «a semejanza de nuestro cuerpo, padecen las almas de una especie de ley de la gravedad espiritual por donde nos sentimos atraídos por lo más bajo, lo más trivial, lo que nos exige menos esfuerzo». Por otro lado, la mencionada ley física capaz de vencer la gravedad, también es imagen de una realidad superior, la cual fue dada a conocer a los hombres mucho antes del descubrimiento del balón. Nuestro Señor Jesucristo fue el gran «descubridor», o mejor, el portador de una nueva ley, capaz de retirarnos del abismo al cual el pecado nos tira: la Ley de la Gracia. Ella es capaz de elevar las almas a altitudes inalcanzables por el esfuerzo natural, haciéndolas ganar la batalla contra las inclinaciones que continuamente las arrastran para el mal.

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La Gracia es el remedio apropiado para corregir en nosotros el libertinaje de las pasiones, sobre todo la «concupiscencia de la carne» (1 Jo 2, 16), la cual lleva a la humanidad a ofender a Dios con mayor frecuencia. Cristo vino consagrando dos caminos que regulan la vehemencia de ese instinto: el Sacramento del Matrimonio y la castidad consagrada. En relación a la segunda, el Divino Maestro afirmó que es un estado de vida reservado para pocos y, así, no todos consiguen comprenderlo, «sino solamente aquellos a quienes es concedido» (Mt 19, 11). Los que lo abrazan «por amor del Reino de los Cielos» (Mt 19, 12), prenuncian en esta Tierra la Bienaventuranza celeste, por eso, ese estado recibe el nombre de celibato, término que visa expresar cierta participación en la felicidad del Cielo, según la etimología dada por el historiador romano Julius Valerianus: ‘caeli beatus’.

La virtud de la castidad visa reprimir «todo cuanto hay de desordenado en los placeres voluptuosos», los cuales son moralmente ilícitos cuando son por sí mismos buscados, porque ellos solo existen con vistas a un fin principal: «perpetuar la raza humana, transmitiendo la vida por el uso legítimo del matrimonio. Fuera de él, toda lujuria es estrictamente prohibida». Ahora, la vocación para la castidad consagrada pide una donación completa, a través de ese «vínculo sagrado», el religioso entrega a Dios el cuerpo con todas sus facultades, se ofrece en holocausto, renuncia por amor a las leyes de la carne y las vence con el auxilio de la divina Gracia.

Esa sublimación de la naturaleza humana es incomparablemente superior al vuelo de un balón que recorre las alturas del firmamento y derrota la ley de la gravedad, pues es «angelizar» al hombre (Cf. Mc 12, 25), desafiar las fuerzas del mal, con Cristo, vencer el mundo (Cf. Jo 16, 33)! La castidad perfecta hace volar por los horizontes de la vida sobrenatural, causando incomprensión en muchas personas no llamadas a vivirla, las cuales pueden preguntarse: «¿cómo es posible a una naturaleza tan material y débil elevarse a esas altitudes de la espiritualidad, librarse de las amarras de la carne y preocuparse apenas por la contemplación de los sagrados panoramas de la Religión?». El Divino Maestro es quien les da la respuesta: «Quien pueda comprender, comprenda» (Mt 19, 12).

El Apóstol San Pablo también defendió claramente el «don divino» de la castidad, pues – conforme dijo – «los que son de Jesucristo crucificaron la carne, con sus pasiones y concupiscencias» (Gl 5, 24). Escribiendo a los de Corinto, afirmaba: «Respecto a las personas vírgenes, no tengo mandamiento del Señor; sin embargo, doy mi consejo, como hombre que recibió de la misericordia del Señor la gracia de ser digno de confianza. […] Quisiera veros libres de toda preocupación. El soltero cuida de las cosas que son del Señor, de cómo agradar al Señor. El casado se preocupa con las cosas del mundo, buscando agradar a su esposa. La misma diferencia existe con la mujer soltera o la virgen. […] Digo esto para vuestro provecho, […] para enseñaros lo que mejor conviene, lo que os podrá unir al Señor sin compartir. […] Y creo que también yo tengo el Espíritu de Dios» (1 Cor 7, 25. 32-34. 35. 40).

¿Cómo conservar la castidad?

Conseguir el dominio de sí requiere una existencia entera y «nunca podrá considerarse total y definitivamente adquirido. Implica un esfuerzo constantemente retomado, en todas las edades de la vida (Cf. Tt 2, 1-6). El esfuerzo requerido puede ser más intenso en ciertas épocas, como cuando se forma la personalidad, durante la infancia y la adolescencia», donde la victoria se encuentra en la conquista del corazón, pues es en él donde puede nacer la impureza (Cf. Mt 5, 28; 15, 19). En realidad, la lucha para conservar la castidad es trabada principalmente en el interior. El Evangelio proclama bienaventurados «los puros de corazón» (Mt 5, 8), o sea, aquellos que transformaron su mentalidad y su querer, a fin de adaptarse a las exigencias de la propia vocación, abandonando los hábitos censurables de aquel que «tiene el entendimiento oscurecido, y cuya ignorancia y endurecimiento de corazón nos mantiene alejados de la vida de Dios; indolentes, se entregan al libertinaje, a la práctica apasionada de toda especie de impureza» (Ef 4, 18-19).

La pureza es como un valioso objeto de cristal, muy delicado, el cual debe ser cargado con extremo cuidado, para poder conservarlo intacto. Innúmeros recursos naturales y sobrenaturales existen a nuestro alcance, con vistas a resguardar la virtud angélica.

 

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