El tema ya ha sido definido por la Iglesia. El papel de la mujer es insustituible, pero no en el sacerdocio ministerial.
Redacción (03/07/2020 12:05, Gaudium Press) Informa el portal Religión Digital, que 10 religiosas alemanas reunidas en el grupo “Mujeres Religiosas por la Dignidad Humana”, ha hecho público su pedido de poder celebrar misa.
Afirman que hay un “desequilibrio en la Iglesia Católica” no solo en materia de género, sino por la naturaleza de los sacramentos. «¿Es la Eucaristía una comida común o un evento exclusivo reservado para el sacerdote ordenado? ¿Las normas y reglamentos no hacen que la comprensión de los sacramentos sea demasiado estrecha?», se preguntan.
Afirman igualmente que el no poder presidir la celebración eucarística, “muestra la extrema dependencia de las mujeres religiosas de un hombre consagrado”, y piden que se reabra el ‘debate’ acerca del sacerdocio femenino.
Expresa también el grupo de religiosas que “no hay vuelta atrás para nosotras”, en una afirmación que podría indicar que no aceptarán ninguna negativa a su deseo de ‘celebrar’ misa.
Solo los ministros ordenados pueden celebrar misa
De hecho, estos temas han tenido bastante estudio a lo largo de la historia de la Iglesia, y también en los últimos años.
Esa dependencia del “hombre consagrado” a la que se refieren las “Mujeres Religiosas por la Dignidad Humana”, ha sido consagrada por el propio Cristo.
En la “Carta sobre algunas cuestiones concernientes al ministro de la Eucaristía”, dirigida el 6 de agosto de 1983 a todos los obispos del mundo por el entonces prefecto de la Congregacion de la Doctrina de la Fe, Cardenal Joseph Ratzinger, se afirma que es de “la misma naturaleza de la Iglesia que el poder de consagrar la Eucaristía sea otorgado solamente a los Obispos y a los Presbíteros, los cuales son constituidos ministros mediante la recepción de sacramento del Orden”. Es por ello que “la Iglesia profesa que el misterio eucarístico no puede ser celebrado en ninguna comunidad, sino por un sacerdote ordenado, como lo ha enseñado expresamente el Concilio Lateranense IV”. 1 Manifiesta también ese documento la mencionada Congregación, que quienes por algún motivo se viesen “privados de la celebración de la sagrada Eucaristía por breve, o también por largo tiempo, no por eso les falta la gracia del Redentor”, “mientras que los que intentan atribuirse indebidamente el derecho de celebrar el misterio eucarístico terminan por cerrar su comunidad en sí misma”.
La Iglesia no puede ordenar mujeres
En ese orden de ideas, en la “Respuesta a una duda planteada sobre el valor de la doctrina contenida en la Carta Apostólica ‘Ordinatio sacerdotalis’ ”, del 28 de octubre de 1995, firmada por el entonces Cardenal Joseph Ratzinger y con la aprobación expresa de San Juan Pablo II, la Congregación para la Doctrina de la Fe afirmaba que “la doctrina, según la cual la Iglesia no tiene facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres” es parte del “depósito de la fe”, es decir debe ser considerada como afirmada por el propio Cristo, y por tanto verdad de obligatoria aceptación por parte de los fieles.
“Esta doctrina exige un asentamiento definitivo puesto que, basada en la Palabra de Dios escrita y constantemente conservada y aplicada en la Tradición de la Iglesia desde el principio, ha sido propuesta infaliblemente por el Magisterio ordinario y universal (cfr. Convilio Vaticano II, Const. Dogm. Lumen gentium, 25, 2). Por consiguiente, en las presentes circunstancias, el Sumo Pontífice, al ejercer su ministerio de confirmar en la fe a los hermanos (cfr. Lc 22, 32), ha propuesto la misma doctrina con una declaración formal, afirmando explícitamente lo que siempre, en todas partes y por todos los fieles se debe mantener, en cuanto perteneciente al depóstio de la fe”. 2
Cuando el Cardenal Ratzinger en el documento arriba citado, hablaba de la declaración formal que expone la doctrina de no ordenación de mujeres por parte del Sumo Pontífice, se refería a la enseñanza plasmada en la Carta Apostólica Ordinatio Sacerdotalis de Juan Pablo II, con fecha del 22 de mayo de 1994, en la que el Papa polaco “con el fin de alejar toda duda sobre una cuestión de gran importancia, que atañe a la misma constitución divina de la Iglesia, en virtud de mi ministerio de confirmar en la fe a los hermanos (cf. Lc 22,32)”, declaraba “que la Iglesia no tiene en modo alguno la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres, y que este dictamen debe ser considerado como definitivo por todos los fieles de la Iglesia”.
En dicha Carta, San Juan Pablo II aseveraba que «la presencia y el papel de la mujer en la vida y en la misión de la Iglesia, si bien no están ligados al sacerdocio ministerial, son, no obstante, totalmente necesarios e insustituibles. Como ha sido puesto de relieve en la misma Declaración Inter insigniores, ‘la Santa Madre Iglesia hace votos por que las mujeres cristianas tomen plena conciencia de la grandeza de su misión: su papel es capital hoy en día, tanto para la renovación y humanización de la sociedad, como para descubrir de nuevo, por parte de los creyentes, el verdadero rostro de la Iglesia’ «.
No sacerdotes, pero con un papel irremplazable
Igualmente Juan Pablo II destacaba en ese documento que toda la historia de la Iglesia manifiesta “ampliamente la presencia de mujeres en la Iglesia, verdaderas discípulas y testigos de Cristo en la familia y en la profesión civil, así como en la consagración total al servicio de Dios y del Evangelio. ‘En efecto, la Iglesia defendiendo la dignidad de la mujer y su vocación ha mostrado honor y gratitud para aquellas que —fieles al Evangelio—, han participado en todo tiempo en la misión apostólica del Pueblo de Dios. Se trata de santas mártires, de vírgenes, de madres de familia, que valientemente han dado testimonio de su fe, y que educando a los propios hijos en el espíritu del Evangelio han transmitido la fe y la tradición de la Iglesia’”.
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1 Congregación para la Doctrina de la fe. Documenta – Documentos publicados desde el Concilio Vaticano II hasta nuestros días. Ediciones Palabra. Madrid. 2007. p. 201.
2. Ibídem, p. 387.
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