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Dureza de corazón ante el Mesías esperado

Redacción (Lunes, 24-12-2018, Gaudium Press) A lo largo de los siglos, Dios ha preparado a la humanidad de las más diversas formas para recibir a su Hijo unigénito, que habría de traerle la salvación.

Una nueva y eterna alianza estaba por llegar. Era necesario que los hombres comprendieran la importancia de ese acontecimiento, centro y pináculo de la Historia, y procuraran orientar todos los aspectos de su existencia en función de Él.

Dios elige a un pueblo como depositario de la promesa

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El profeta Abdías (réplica de una obra de
Aleijadinho) – Casa Lumen Maris, Ubatuba (Brasil).

Los primeros episodios de esa preparación se remontan a los comienzos de la Creación, con la caída de Adán y Eva por el pecado original.

En los capítulos iniciales del Génesis ya nos encontramos con el célebre pasaje del Protoevangelio (cf. Gén 3, 15), que la Iglesia aplica a la Virgen María y a su descendencia, y considera como germen del anuncio mesiánico. No mucho después, el mismo libro sagrado describe cómo Dios renovó su alianza con todos los seres creados, por medio de Noé, tras el Diluvio universal (cf. Gén 9, 16). A pesar de que los hombres habían prevaricado nuevamente, Él no los abandonó ni revocó su palabra.

A fin de congregar a la humanidad caída, el Altísimo eligió a Abrahán para que fuera padre de una multitud de naciones: «En ti serán benditas todas las familias de la tierra» (Gén 12, 3). De la descendencia del santo patriarca constituyó su pueblo, Israel, haciéndolo depositario de la alianza establecida con el género humano.

En medio de ese pueblo surgieron los profetas, hombres y mujeres escogidos para formarlo en la expectativa de la venida del Redentor: «El Señor hace oír esto hasta el confín de la tierra: ‘Decid a la hija de Sion: mira a tu Salvador, que llega, el premio de su victoria lo acompaña, la recompensa lo precede’ » (Is 62, 11); «Ya llegan días, oráculo del Señor, en que haré con la casa de Israel y la casa de Judá una alianza nueva» (Jer 31, 31); «Haré con ellos una alianza de paz, una alianza eterna» (Ez 37, 26).

Dios los estimulaba así para que confiaran, pues era menester que tuvieran fe y esperaran en las promesas hechas a los patriarcas. Su vocación consistía en recibir la Buena Nueva y proclamarla a todas las gentes.

«Las Escrituras están danto testimonio de mí»

Según antiguos escritos rabínicos, existen en el Antiguo Testamento cerca de 456 referencias explícitas al Mesías. Aparecen en el Pentateuco, en los libros históricos, proféticos y también en los sapienciales, y corresponden a anuncios hechos a lo largo de once siglos, en lugares y circunstancias muy diversas.1

Por consiguiente, no hay que extrañarse que el Señor les dijera a los fariseos: «Estudiáis las Escrituras pensando encontrar en ellas vida eterna; pues ellas están dando testimonio de mí» (Jn 5, 39).

Si el divino Maestro fue rechazado por los líderes religiosos de la época y por una buena parte de su pueblo, no fue por desconocimiento, sino por maldad. De ahí se entiende que el dulce Jesús, que curaba a todos los que le traían (cf. Mt 4, 24), los calificara de «sepulcros blanqueados» (Mt 23, 27) o «raza de víboras» (Mt 23, 33).

No hagamos como ellos. Consideremos los más significativos episodios del Antiguo Testamento que prenuncian el advenimiento del Salvador y las circunstancias en las que se dará, para así conocer y amar más al Niño cuyo Nacimiento en breve celebraremos.

Lugar y circunstancias del nacimiento de Cristo

La ascendencia davídica de Jesús, tan claramente testimoniada por los evangelistas (cf. Mt 1, 1-17; Lc 1, 27), fue anunciada por Isaías en una referencia a Jessé, padre del rey profeta: «Brotará un renuevo del tronco de Jesé, y de su raíz florecerá un vástago. Sobre él se posará el espíritu del Señor: espíritu de sabiduría y entendimiento, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y temor del Señor» (11, 1-2).

El mismo Isaías, el profeta mesiánico por excelencia, predijo la milagrosa concepción del Salvador, Hijo de María Santísima y del Espíritu Santo: «Pues el Señor, por su cuenta, os dará un signo. Mirad: la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre Enmanuel [‘Dios con nosotros’]» (7, 14).

Hasta el sitio en que habría de nacer el Hombre Dios fue indicado con precisión por Miqueas: «Y tú Belén Efratá, pequeña entre los clanes de Judá, de ti voy a sacar al que ha de gobernar Israel; sus orígenes son de antaño, de tiempos inmemorables» (5, 1).

Y la tradición católica vio en otro oráculo de Isaías un pronóstico del rechazo de los habitantes de Belén a su Señor: «El buey conoce a su amo, y el asno el pesebre de su dueño; Israel no me conoce, mi pueblo no comprende» (1, 3). Como a María y a José se les habían cerrado las puertas de todas las casas de la ciudad, Jesús nació en una gruta y fue recostado en un pesebre (cf. Lc 2, 7).

Adoración de los Magos y huida a Egipto

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El profeta Miqueas – Iglesia de la
Compañía de Jesús, Quito.

En el libro de los Salmos, a su vez, encontramos una previsión sobre la adoración de los Reyes Magos y sus ofrendas al divino Infante: «Los reyes de Tarsis y de las islas le paguen tributo. Los reyes de Saba y de Arabia le ofrezcan sus dones» (71, 10). Se armoniza con otra célebre profecía de Isaías: «Te cubrirá una multitud de camellos, dromedarios de Madián y de Efá. Todos los de Saba llegan trayendo oro e incienso, y proclaman las alabanzas del Señor» (60, 6).

También la huida a Egipto y la permanencia del Niño Jesús en tierra de faraones están presentes en esos vaticinios: «De Egipto llamé a mi hijo» (Os 11, 1). Y ni siquiera la matanza de los Santos Inocentes fue omitida: «Se escucha un grito en Ramá, gemidos y un llanto amargo: Raquel, que llora a sus hijos, no quiere ser consolada, pues se ha quedado sin ellos» (Jer 31, 15). En este versículo Raquel, esposa del patriarca Jacob, enterrada cerca de Belén, representa a la nación israelita.2

Hay numerosas profecías más sobre el advenimiento del Mesías, su ministerio público y su muerte. En todas impresiona constatar la riqueza de detalles y cómo cada uno se cumplió enteramente en la Persona del Señor.

Muchos se negaban a creer…

Pero ¡oh gran misterio! Esperado a lo largo de milenios, el Mesías vino a los suyos y éstos no quisieron recibirlo (cf. Jn 1, 11).

Con ocasión de la llegada de los Magos a Jerusalén, los príncipes de los sacerdotes y escribas, reputados como autoridades en el conocimiento e interpretación de las Escrituras, «pueden decir en seguida dónde va a nacer el Mesías: en Belén. Pero no se sienten invitados a ir».3

Ya en los albores de la existencia terrena del Redentor se verificó un triste contraste: «Unos reyes paganos creen en el mensaje que Dios les había transmitido a través de una estrella, mientras que los judíos, con la Revelación y con todas las profecías, no quieren abrir su alma a su Rey, el Mesías».4

Los Evangelios nos muestran que también el pueblo estaba muy familiarizado con las principales profecías con respecto al Salvador. Hasta tal punto que cuando surgió la austera figura del Bautista todos se preguntaban si Juan no sería el Mesías (cf. Lc 3, 15). Y, con más razón, al constatar los signos realizados por el Señor se decían: «Cuando venga el Mesías, ¿acaso habrá obras mayores que las que ha hecho este?» (Jn 7, 31). Sin embargo, muchos se negaban a creer…

«Acechemos al justo»

En Nazaret, después de haber leído un pasaje del libro del profeta Isaías que prevé la venida y misión del Mesías, el propio Jesús les anunció a sus coterráneos que en aquel día se cumplía el oráculo que acababan de escuchar. Aunque, tras un primer movimiento de admiración, «todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo echaron fuera del pueblo y lo llevaron hasta un precipicio del monte sobre el que estaba edificado su pueblo, con intención de despeñarlo» (Lc 4, 28-29).

En otra ocasión, Jesús reveló en la sinagoga de Cafarnaúm el sacramento de la Eucaristía, prefigurado en el maná que había alimentado a los judíos en el desierto: «Yo soy el pan vivo que ha bajado del Cielo; el que coma este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo os daré es mi carne por la vida del mundo» (Jn 6, 51). Resultado: gran parte de sus discípulos lo abandonó y ya no podía permanecer en Judea, pues «los judíos trataban de matarlo» (Jn 7, 1).

En cuanto a los fariseos, a quien Jesús reprendía abiertamente, maquinaban desde el comienzo para librarse de Él, tal y como lo describe el libro de la Sabiduría: «Acechemos al justo, que nos resulta fastidioso: se opone a nuestro modo de actuar, nos reprocha las faltas contra la ley y nos reprende contra la educación recibida. […] Veamos si es verdad lo que dice, comprobando cómo es su muerte. Si el justo es ‘hijo de Dios’, Él lo auxiliará y lo librará de las manos de sus enemigos» (2, 12.17-18).

Tal infidelidad causa espanto y confusión. ¿Cómo podían rechazar a aquel que tan claramente les había sido predicho?

Visión errada con respecto al Mesías

La respuesta nos es dada por Mons. João: «La errónea interpretación de las profecías llevaba a los judíos a imaginar al Salvador como un héroe nacional que los liberaría del yugo romano -considerado el gran mal del cual provenían los demás infortunios de Israel- y les daría una insuperable proyección política, social y financiera, así como la supremacía con relación a los otros pueblos de la tierra».5

Al principio de la vida pública de Jesús, las multitudes lo procuraban con avidez, maravilladas con sus palabras y con los numerosos milagros que realizaba. Buscaban la curación de sus males y deseaban oírle hablar sobre el Reino. No obstante, buena parte de los que lo proclamaban como Mesías compartían la visión mundana descrita más arriba y empezaron a sentirse incómodos con las censuras y las exigencias morales que les hacía el Hombre Dios…

«¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!» (Mt 21, 9), aclamaban a Nuestro Señor Jesucristo con ocasión de su entrada en Jerusalén. Esas palabras, sacadas del Salmo 117, eran consideradas por el pueblo como una referencia al Mesías prometido. Aunque tales alabanzas se mostraron vacías cuando algunos días después fueron sustituidas por el infame «¡crucifícalo!» (Jn 19, 15).

Y sobre eso también escribió Isaías: «Este pueblo me alaba con la boca y me honra con los labios, mientras su corazón está lejos de mí» (29, 13). San Pablo declararía que los habitantes de Jerusalén y sus autoridades no reconocieron al Salvador, pero que al condenarlo cumplieron las profecías que se leían todos los sábados (cf. Hch 13, 27-28).

Ceguera espiritual y dureza de corazón

Muy esclarecedora al respecto es la narración que San Juan hace en su Evangelio sobre la curación del ciego de nacimiento. Los fariseos se negaban a admitir que aquel hombre hubiera sido curado milagrosamente y entonces interrogaron a sus padres para comprobar la autenticidad de la ceguera; pero éstos trataron de zafarse de tales indagaciones, remitiéndolas a su hijo, pues «los judíos ya habían acordado excluir de la sinagoga a quien reconociera a Jesús por Mesías» (Jn 9, 22). El exciego, no obstante, al ser preguntado acerca de lo que pensaba de aquel que lo curó, respondió: «Que es un profeta» (Jn 9, 17). Poco después abrazó la fe en el Señor y dio testimonio de su divinidad.

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Imagen del Niño Jesús – Casa Thabor, Caieiras (Brasil)

A propósito de este hecho, afirmó Jesús: «Para un juicio he venido yo a este mundo: para que los que no ven, vean, y los que ven, se queden ciegos» (Jn 9, 39). ¿Qué ceguera no es esta sino la ceguera para las realidades sobrenaturales? Por abrazar una visión materialista de la vida y de la propia salvación, aquellos hombres se volvieron incapaces de elevar los ojos hacia los horizontes de la fe y contemplar al Hijo de Dios presente en medio de ellos.

Es cierto que el Señor concedía gracias superabundantes a todos aquellos con los que trataba, a fin de que lo reconocieran y siguieran. Sin embargo, a muchos les pasó lo que describe el profeta: «Embota el corazón de esta gente, endurece su oído, ciega sus ojos: que sus ojos no vean, que sus oídos no oigan, que su corazón no entienda» (Is 6, 10). La dureza de sus corazones los hizo ciegos y sordos para Dios.

La voz de la Iglesia y de la Santísima Virgen

Se corre el riesgo de juzgar erróneamente que nada de eso tiene relación con el mundo actual. Pero la realidad nos demuestra lo contrario: una vez más, la humanidad se ha hecho insensible a la voz del Señor. Él, que tanto desea derramar sobre nosotros su amor infinito y darse enteramente a cada uno de sus hijos e hijas, es rechazado, despreciado y odiado.

Al pueblo elegido le fueron enviados patriarcas y profetas para indicarle la verdad y preparar el advenimiento del Redentor. Y el rechazo a tan gran dádiva culminó en el mayor crimen de la Historia, el deicidio, como dan testimonio de ello los autores sagrados.

En cuanto a nosotros, tenemos la gracia de oír la voz de la Santa Iglesia, que desde hace dos mil años viene hablándole a la humanidad a través de sus santos y de varones providenciales. También nos ha sido dada como Madre a la Santísima Virgen, que en el último siglo hizo insistentes y amorosos llamamientos a la conversión en la Rue du Bac, en Lourdes, en La Salette, en Fátima y en tantos otros lugares… Si sabemos abrir nuestros corazones a esa voz, seremos capaces de contemplar las maravillas reservadas por Dios a sus elegidos.

Por Giuliana D’Amaro

(Tomado de Rev. Heraldos del Evangelio – Dic. 2018)

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1 Cf. EDERSHEIM, Alfred. The Life and Times of Jesus the Messiah. Grand Rapids (MI): Eerdmans, 1953, v. I, p. 710; LABURU, SJ, José Antonio de. Jesus Cristo é Deus? São Paulo: Loyola, 1966, p. 29.
2 Cf. LEAL, SJ, Juan; DEL PÁRAMO, SJ, Severiano; ALONSO, SJ, José. La Sagrada Escritura. Texto y comentario por los profesores de la Compañía de Jesús. Nuevo Testamento. Madrid: BAC, 1961, v. I, p. 32.
3 BENEDICTO XVI. Homilía en la Santa Misa con los miembros de la Comisión Teológica Internacional, 1/12/2009.
4 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. La docilidad al Espíritu Santo enseñada por paganos. In: Lo inédito sobre los Evangelios. Città del Vaticano- Lima: LEV; Heraldos del Evangelio, 2014, v. III, p. 144.
5 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. La verdadera búsqueda de la felicidad. In: Lo inédito sobre los Evangelios. Città del Vaticano-Lima: LEV; Heraldos del Evangelio, 2012, v. V, p. 42.

 

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