Redacción (Lunes, 24-12-2018, Gaudium Press) Definamos analogía como una semejanza que se establece por una igualdad y una diferencia. Afirmamos que un atardecer es como el final de una vida, como el final de un ciclo, o que «en el atardecer de vuestras vidas seréis juzgados…»: hay ahí una analogía.
Decimos pues, haciendo uso de una analogía, que el Nacimiento de Cristo es como la resurrección de la humanidad.
Dios había creado al hombre no sólo perfecto naturalmente sino también en gracia, con todos los dones sobrenaturales, y a estos vilmente se renunció con el pecado de Adán. Ese pecado lo heredamos todos y con él vino la muerte a la humanidad; las puertas del cielo se cerraron, sin ninguna posibilidad de que nosotros las abriéramos. La humanidad estaba muerta para el cielo, estaba muerta para la vida eterna.
Pero cuando vino el Salvador al mundo, tras el «sí» de la Virgen bendita, esas puertas comenzaron a abrirse nuevamente, y luego al cielo entró Jesús llevando los justos muertos hasta entonces. La Humanidad había ‘resucitado’.
¿Y nuestra ‘resurrección’?
Ni Abrahán ni Moisés, pudieron entrar al cielo, sino hasta cuando los llevó el Señor. Y si ellos fueron justos aquí en la tierra, es porque abrieron su corazón a la gracia de Cristo, que ya les llegaba de forma anticipada en previsión de los méritos infinitos del Niño Redentor de Belén. Todo parte de ahí, de la cuna de Belén, de los méritos infinitos de cualquier gesto del Niño Redentor de la Gruta de Belén.
A pesar de que es algo que todos los años por estos días consideramos, no nos deja de impresionar el que todo un Dios que se vuelva Niño.
Dios… ¿sí mediremos la inmensidad infinita de Dios? Tal vez no, por estar sumergidos en este mundo agitado caracterizado por la pequeñez de las consideraciones humanas. Repasemos un poco el Salmo 89 y recordemos con él:
Antes que naciesen los montes o fuera engendrado el orbe de la tierra, desde siempre y por siempre tú eres Dios. / Tú reduces el hombre a polvo, diciendo: «Retornad, hijos de Adán.» Mil años en tu presencia son un ayer, que pasó; una vigilia nocturna. (…) / ¿Quién conoce la vehemencia de tu ira, quién ha sentido el peso de tu cólera? Enséñanos a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato.
Y pensar que ese Dios inmenso, inconmensurable, se hizo criatura la más frágil, a ruegos de una Virgen… misterio insondable, de grandeza divina.
Evidentemente, hay también otra bondad pedagógica para los hombres en esas realidades sublimes: Dios, que sí es tan inmenso, que sí es tan omnipotente, es también tan ‘alcanzable’, también tan ‘de los nuestros’ como lo es un pequeño infante, de esos de los descendientes de Adán.
Y ahí está el Niño Dios, la Inocencia inifinita, tierna y encarnada, con los brazos abiertos, queriendo acogernos, queriendo enjugar nuestras lágrimas de sincero arrepentimiento, queriendo ofrecernos su gracia para que resucitemos junto con Él y vivamos junto a Él en el Reino de la Inocencia Eterna, la Patria Celestial.
¿Acogeremos su invitación? ¿Le imploraremos su ayuda, su gracia? Estos tiempos de Navidad traen gracias especiales para pensar en ello.
Por Saúl Castiblanco
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