Redacción (Viernes, 04-01-2019, Gaudium Press) El sacerdote, revestido con Capa Pluvial y Velo Humeral de hermosos bordados, levanta en alto, serio y compenetrado, el Ostensorio donde está presente Nuestro Señor Jesucristo con su cuerpo, sangre, alma y divinidad. Una bendición solemne -todavía con los cirios del altar encendidos oliendo a miel- desciende sobre los fieles en dirección a los cuatro puntos cardinales, mientras las campanillas suenan melodiosamente y el incensario, envuelto en una nube resplandecientemente de blancura, esparce su fragancia celestial por toda la capilla de una sede de los Heraldos del Evangelio.
Una joven señora presente por invitación de una amiga y que no esperaba que al finalizar la misa sucediera esto, pregunta sorprendida que cada cuánto tiempo se hace esta ceremonia. Todos los días, responde su amiga. Es que en mi iglesia no la hacen nunca, comenta.
Un hombre maduro y grave cae de rodillas con toda naturalidad. Una joven instintivamente se siente impelida a hacer lo mismo. Todos arrodillados y las campanillas siguen sonando. El incienso se esparce por todas partes. El Ostensorio sube y baja, derecha e izquierda, trazando una gran señal de la cruz, sobre la feligresía que en silencio absoluto cree firmemente en Jesús Sacramentado, lo adora y recibe su bendición. ¡Recibe una bendición de Dios!
-¿Cuántas bendiciones con el Santísimo, has recibido hasta ahora?, pregunta la invitada a la salida de la capilla. – Oh, no sé, responde la amiga, no llevé la cuenta. Esto es impresionante, dice aquella. Es Jesús que nos bendijo directamente, lo sentía así en medio de esa pompa y esplendor: Las campanitas sonando, el incienso, las preces, los cantos, la seriedad de la gente de rodillas y el sacerdote con esa compostura y esa fe. Confieso que se me aguaron los ojos.
Algunos buenos párrocos todavía mantienen la costumbre de dar la bendición con el Santísimo Sacramento en la primera o en la última misa del día y rezar las Preces del Desagravio, poderosa respuesta que instituyó la Iglesia universal tras el sacrílego atentado un 4 de mayo de 1897 en Riobamba Ecuador, cuando un puñado de soldados del gobierno al mando de reconocidos políticos liberales, irrumpió fusil en mano en la capilla del colegio de San Felipe de Neri y perpetró el sacrilegio, profanando el Santísimo, asesinando sacerdotes, destruyendo los confesionarios y las imágenes de la Virgen y San José.
Con la bendición del Santísimo un poderoso haz de luz pareciera salir de la hostia Sagrada, llegar hasta los más recónditos lugares de la ciudad exorcizando con su intensidad purificadora tanta oscuridad siniestra en callejones misérrimos, casas de perdición y otros lugares de odio y de pecado donde las enseñanzas de Cristo son difamadas, calumniadas, denigradas y tergiversadas. Lo más seguro es que miles de demonios con su hedionda infestación salen eyectados o rodando por los suelos en una estrepitosa algarabía infernal. Es la presencia de Jesús volviendo por sus fueros y derechos, usurpados por la maldad, que saca corriendo a los demonios y limpia todo alrededor. La atmosfera se rejuvenece, los ángeles empujan fuera lo horrendo y asqueroso de todos los lugares. En seguida vienen las Preces del desagravio. Un conjunto de jaculatorias que bendice todo aquello en que los católicos creemos y que la voz del sacerdote nos lo recuerda con varonil firmeza: Bendito sea Dios, Bendito sea su santo Nombre, Bendito Jesucristo verdadero Dios y verdadero Hombre, y más y más «Benditos» que sabrán llegar como centellas luminosas a todas partes saltando de la hoguera de aquellos corazones ardiendo unidos en el amor de Dios.
Definitivamente una bendición con el Santísimo también es el viento de un exorcismo diario que sale desde un altar y barre calles, carreras y avenidas de una ciudad aseándola, blindando a los habitantes y empapando de un suave a perfumado rocío imperceptible todo lo que encuentra a su paso. Entre más se haga ella con solemnidad y esplendor, más honra y justísimo homenaje se le presta a Jesús Nuestro Señor, y más será la protección que experimentaremos en estas «babeles» modernas de hoy, con cámaras de seguridad que delatan al delincuente después del crimen pero no protegen al ciudadano.
Por Antonio Borda
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