Redacción (Lunes, 28-01-2019, Gaudium Press) El 6 de enero celebramos con júbilo la Epifanía, la manifestación de Dios a todos los pueblos. Es una fiesta importante del calendario litúrgico. Los ecos de esta celebración popular encantan a los niños… y a los adultos con Fe.
Entretanto, no sin un dejo de impiedad, ciertos «cristianos» contestan la historicidad de los Magos venidos a adorar al Niño, de la misteriosa estrella que les guio hacia el Mesías, bien como de otras cosas que llaman despectivamente de «mitos».
Un blog protestante, por ejemplo, así titula un artículo contra la venerable creencia en estos personajes del Oriente: «Ni tres, ni reyes, ni magos», para concluir venenosamente que en la mente de los católicos, la ficción supera la realidad. Para avanzar estas imposturas pretenden tomar como referencia a la Biblia.
Ni el número, ni su supuesta calidad regia, ni sus nombres precisos figuran en la Biblia. Porque las Sagradas Escrituras no entran en ciertos datos accidentales que no hacen al mérito de la Revelación; de eso se ocupará, si viniese al caso por la ley suprema del bien de las almas, la Tradición y el Magisterio de la Iglesia.
En esa enfermiza estrechez que tiene como base la «sola scriptura» de Lutero, dichos «cristianos» llegan a contestar frontalmente a la misma Escritura, por ejemplo, al no celebrar la Eucaristía a pesar del mandato formal del Señor «Haced esto en memoria Mía» (Lc 22, 19), o al ignorar -y hasta despreciar- a la Virgen María, contrariamente a lo que ella misma proclamó en el cántico del Magníficat: «Todas las generaciones me llamarán bienaventurada» (Lc 1, 48). Pero bueno, dejémoslos a ellos y vallamos a lo nuestro.
¿Qué nos dice el Evangelio de los Magos? Es San Mateo el autor inspirado del relato: «Cuando Jesús nació en Belén de Judea en días del rey Herodes, vinieron del oriente a Jerusalén unos magos, diciendo: «¿Dónde está el rey de los judíos, que ha nacido? Porque su estrella hemos visto en el oriente, y venimos a adorarle». Oyendo esto, el rey Herodes se turbó, y toda Jerusalén con él. Y convocados todos los principales sacerdotes, y los escribas del pueblo, les preguntó dónde había de nacer el Cristo. Ellos le dijeron: «En Belén de Judea; porque así está escrito por el profeta (…)». Entonces Herodes, llamando en secreto a los magos, (…) y enviándolos a Belén, dijo: «Id allá y averiguad con diligencia acerca del niño; y cuando le halléis, hacédmelo saber, para que yo también vaya y le adore». Ellos, habiendo oído al rey, se fueron; y he aquí la estrella que habían visto en el oriente iba delante de ellos, hasta que llegando, se detuvo sobre donde estaba el niño. Y al ver la estrella, se regocijaron con muy grande gozo. Y al entrar en la casa, vieron al niño con su madre María, y postrándose, lo adoraron; y abriendo sus tesoros, le ofrecieron presentes: oro, incienso y mirra. Y, avisados en sueños que no volvieran donde Herodes, se retiraron a su país por otro camino.» (Mt 2, 1-12).
Es encantadora la historia de estos paganos que, movidos por el Espíritu Santo y guiados por aquel astro luminoso, acuden a adorar al Niño.
Los magos (en realidad sabios, conocedores de los astros y de ciertos arcanos de la creación natural) atraviesan grandes espacios para llegar a los pies de Jesús. ¡Son ejemplo de adoradores! ¡Cuántas distancias, riesgos, polvo, sudor… hasta hambre y sed! Pero emprenden el viaje y acaban llegando, se postran ante el Rey de los judíos y lo adoran.
Maravilloso ejemplo para nosotros que tan poco nos incomodamos por aquel Rey bendito, teniendo muchas facilidades para llegar a los pies de un tabernáculo o de un ostensorio donde nos espera el mismo Rey. Él está a menudo tan próximo de nuestra residencia o de nuestro camino…
¡Y los regalos que los Magos le obsequian son tan apropiados! Son el fruto de un robusto acto de fe: Oro, metal noble adecuado para un Rey; incienso, creatura de exquisita y penetrante aroma con el que se venera a un Dios; y la mirra que se usaba para untar y embalsamar a los cuerpos de los fallecidos, referencia a al Hombre-Dios que muere por nosotros.
El culto que los Magos dieron al Niño Jesús puede servir de meditación y de motivación para nuestras adoraciones:
Vamos a adorar al Rey del cielo y de la tierra presente en el Santísimo Sacramento del Altar. Vamos a adorar a un Dios que se ha hecho cercano y acogedor, íntimo, y que hace sus delicias en estar con nosotros; quiere hacernos parte de su corte… y lo dejamos abandonado. Vamos a adorar a un Hombre, prototipo de la humanidad y síntesis de todo lo creado, que quiso asemejarnos: ser niño, tener frio, tener hambre, llorar… por amor a mí.
Hay también otro dato muy significativo en el relato de San Mateo, es que «al entrar en la casa, vieron al Niño con su Madre, María». Con ella está también Jesús en la Hostia Santa. Ave verum corpus natum de María Virgine, reza el himno latino. La Eucaristía es carne de María. Además, la Madre está espiritualmente siempre junto a su Hijo; donde está Jesús está María, y viceversa. María Santísima nos lleva a Jesús y nos recibe con él, le presenta nuestros homenajes y suple la inmensa laguna de nuestras miserias.
Seamos adoradores como los magos. Emprendamos la aventura… ¡tan fácil! de ir hasta el lugar donde me espera Jesús. Y después volveremos a nuestra vida cotidiana «por otro camino», como los magos, es decir, siendo otros, renovados, llenos de Dios y convertidos por su amor.
Por el P. Rafael Ibarguren, EP
(Publicado originalmente en www.opera-eucharistica.org)
Deje su Comentario