Redacción (Martes, 12-02-2019, Gaudium Press) La banalidad de muchas psicologías modernas se refleja en bastante de la simplona arquitectura actual. Más también es cierto que la banalidad de la arquitectura moderna termina por ejecutar la oscura obra de achatar las psicologías.
Pero como no estamos obligados a vivir en el mundo del aburrimiento de lo mero material-banal, viajemos un poco al pasado y huyamos de la trivialidad sumergiéndonos en la menuda grandeza. Y hagámoslo por el mágico túnel de ciertas puertas, de algunos pórticos, de lindos portales, que también evocan la epopeya.
Entremos por ejemplo por alguno de los pórticos de la Torre del Reloj de Cartagena de Indias, puerta de entrada a la ciudad y combinación abigarrada de estilos que entretanto forma un conjunto armónico, pórticos que dan acceso a ese portal de su ciudad antigua que es la poética Plaza de los Coches, y sintamos cómo somos bien acogidos en nuestra dignidad, cómo se nos reconoce por valiosos seres humanos, y no tratados como meras piezas, de un mecánico engranaje, de una máquina que ruje y que explota en su interior.
Recorramos las calles de casas coloridas con puertas que esconden ricos interiores, puertas incrustadas en fachadas fuertes y austeras, que anuncian y crean una grandeza señorial, altiva y no orgullosa, y que invitan a ser traspasadas después de haber presentado las debidas credenciales. Quien pasa por una de esas puertas, se sigue sintiendo verdaderamente bien tratado.
O sigamos caminando y lleguemos a un grande y alto pórtico, el de la iglesia del antiguo Convento de Santa Clara, e imaginemos a ese pequeño gran artista, tras un día de dura y musical faena bajo el tórrido sol, que se dirige a la casa de Dios a restaurarse espiritualmente, para humildemente renovar la conciencia de la grandeza de su alma, modesta pero grande, pues mereció la sangre de todo un Redentor.
O sigamos caminando e imaginemos que los hombres podían llegar a esas puertas recorriendo sin agitación las estradas empedradas, pero también llevados en sencillos coches tirados por caballos, y deleitémonos con la consonancia de concierto entre las antiguas puertas y los caballos con sus coches de ruedas de madera, consonancia que sería más quebrada que un fino cristal partido en mil pedazos si surgiera de improviso un raudo Porsche rojo o un Ferrari rojo. Mucho rechinaría allí con su smog y con su rojo.
Todo lo anterior no sólo han sido puertas, ni pórticos, ni portales, sino el sumergirse por unos instantes en la bella arquitectura de esos tiempos en que -empleando la expresión de León XIII- la filosofía del Evangelio gobernaba las naciones, con su cetro firme pero materno, poderoso pero bondadoso, brillante e iluminante, cetro de la gracia de Dios, de la Palabra de Dios.
Por Saúl Castiblanco
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