viernes, 26 de abril de 2024
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La parábola de la taza de porcelana y la botella con forma de robot

Redacción (Lunes, 04-03-2019, Gaudium Press) Hace ya unos años pasamos por un almacén y vimos una taza para café que nos gustó: sencilla, bonita creemos, con figuras agradables, no es artesanal sino de producción en serie, pero conserva el buen gusto que destilaron siglos de tradición.

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Realmente ese pasado rico en civilización que generó un pocillo de estos, fue realzado a nuestro espíritu recientemente, cuando observamos con atención otro utensilio, también para tomar bebidas cálidas.

Nos encontrábamos en un café de esas cadenas multinacionales, cuando al elevar la vista notamos que estábamos siendo observados por los ojos fruncidos de un «robot». De hecho era un vaso o recipiente para portar bebidas cálidas o frías; verdaderamente no nos interesó preguntar, porque lo que nos impresionaba era lo horrendo de ese vaso.

Seguramente algún técnico o simplemente el dependiente del café sabría elogiar ante nosotros sus cualidades isotérmicas o hipotérmicas o hipertérmicas, su transparencia que nos permitiría ver cuánto resta de la bebida, su poco peso, su cierre hermético, etc., etc; pero no importaría: por más que nos quisiera impresionar con los colosales y saludables datos técnicos ahí estaba el ‘recipiente-robot’, mirándonos con su rostro frío, de agresión metálica, nada amable sino impositivo, mera materia, nada de belleza.

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Era un recipiente tal vez atencioso con las necesidades corporales; pero muerto y hasta agresivo con las necesidades del espíritu.

Esos dos recipientes, el de la taza de arabescos vs. el vaso-robot, podrían simbolizar la parábola del hombre moderno, que se empanturró hasta más no poder con los placeres animales, y que hoy tiene una sed infinita de los placeres del espíritu.

La modesta taza azul no conserva caliente por mucho tiempo el café, pero su presencia aún sin líquido alimenta el alma, le dice que hay cosas más allá de la materia, que hay valores, que hay virtudes, que hay bellezas, que hay arquetipías, en el fondo que existe el autor de las bellezas y los espíritus, Dios el Creador.

El vaso-robot no remonta a nada de metafísico, de elevado, es un vaso ateo, un vaso sin alma, vaso frío, seco, simple, aburrido, como va siendo aburrido todo lo que van ofreciendo estos tiempos decadentes, que abandonaron el cultivo del espíritu para dedicarse al desenfreno de la carne.

Pero así como en la parábola del hijo pródigo, hubo un momento en que el joven recordó los deleites castos de la casa paterna -el cariño sincero y desinteresado del padre, el respeto admirativo de los empleados, el dulce gusto que produce el esfuerzo constante, serio y sosegado para mantener en pie el patrimonio familiar- tal vez el hombre de hoy empiece a sufrir las añoranzas de ese mundo bello que dejó, y eso tal vez lo haga regresar, o haga regresar a muchos, a la casa paterna.

Casa paterna en la que lo primordial no sería saber si se subió un kilo de peso, o si se rebajaron 500 gramos, sino si se ensancharon los horizontes mentales leyendo algo de literatura, de historia, de sana doctrina. Mundo en el que sería irrelevante saber cuantos caballos de fuerza genera el último motor del último convertible, sino que importarían más cuáles fueron las virtudes que demostró un San Luis en la Cruzada, el temple serio y profundo de un Felipe II, el coraje vivo y brillante de un Blas de Lezo, los grandes modelos del pasado.

La casa paterna es un mundo con alma -de una taza azul-, un mundo cristiano; el lodazal de los puercos del hijo pródigo es el mundo ateo de la materia -de un recipiente con cara de enfadado robot.

Por Saúl Castiblanco

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