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Cuaresma – "Acuérdate de tu fin, y jamás pecarás"

Redacción (Jueves, 07-03-2019, Gaudium Press) En el Miércoles de Cenizas inician los cuarenta días que anteceden a la Semana Santa, cuando la Iglesia nos habla de la necesidad del ayuno y la penitencia como medios de combatir mejor los vicios, ejercer la mortificación del cuerpo, y propiciar la elevación de la mente a Dios.

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Acuérdate, hombre, que eres polvo…

De forma convincente, la Liturgia de los Miércoles de Ceniza nos recuerda también nuestra condición de mortales: «Acuérdate, hombre, que eres polvo y al polvo has de volver», dice una de las dos fórmulas usadas por la Iglesia para la imposición de las cenizas.

La consideración del pasaje de esta vida para la eternidad muchas veces nos inquieta. Entretanto, tal pensamiento es altamente benéfico para compenetrarnos de la necesidad de evitar el pecado que, sin el arrepentimiento y el inmerecido perdón, podrá cerrarnos, para siempre, las puertas del Cielo:

En su segunda carta a los Corintios, San Pablo nos incentiva a vivir en la gracia de Dios: «En nombre de Cristo, os rogamos: ¡reconciliaos con Dios!» (II Cor, 5, 20). Y con toda razón, pues el pecado nos aleja de Dios, tornando necesaria nuestra reconciliación con Él.

Solo incluso la Adorable Sangre de Dios tendría mérito infinito para redimir el pecado original y las ofensas cometidas por los hombres, desde Adán y Eva. La Encarnación de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, con su Pasión y Muerte en la cruz, fue el medio escogido para restituir a la humanidad desviada la plena amistad con Dios.

Si Jesús no hubiese asumido sobre Sí la deuda contraída por nuestros pecados, imposible sería nuestra reconciliación con Dios y tendríamos para siempre cerradas las puertas del Cielo.

Tiempo de oración

La Cuaresma es también tiempo de oración, cuya esencia, enseña el Catecismo, es la «elevación de la mente a Dios». Así, es posible a cualquiera permanecer en oración incluso durante los actos comunes de la vida, realizándolos con el espíritu hacia el Cielo.

Por lo tanto, para rezar no es necesario tomar la actitud dramática y orgullosa de los fariseos. Debemos, por el contrario, ser discretos en las manifestaciones externas de nuestra piedad particular, evitando gestos o palabras que pongan en realce a nuestra propia persona.

Pero si a pesar de eso, nuestra devoción es notada por los demás, no debemos perturbarnos, tranquilicémonos con esta enseñanza de San Agustín: «No hay pecado en ser visto por los hombres, sino en proceder con la finalidad de por ellos ser visto».

La Iglesia nos presenta, por tanto, el espíritu con que se debe vivir la Cuaresma: no hacer buenas obras con miras a obtener la aprobación de los demás, no ceder al orgullo ni a la vanidad, sino a buscar en todo agradar solamente a Dios.

Ayuno, Oración, Buenas Obras y Gloria de Dios

En el ayuno, en la oración o en la práctica de toda buena obra, no se puede erigir como fin último el beneficio que de ahí pueda venir, sino la gloria de Aquel que nos creó. Porque todo lo que es nuestro – excepción hecha de las imperfecciones, miserias y pecados – pertenece a Dios.

Y también nuestros méritos, pues es el mismo Jesús quien afirma: «Sin Mí, nada podéis hacer». (Jn 15, 5). Así, si tenemos la gracia de practicar un acto bueno, debemos inmediatamente reportarlo al Creador, restituyéndole los méritos, pues éstos le pertenecen, y no a nosotros. «Quien se gloría, gloríese en el Señor» (1 Cor 1, 31), nos advierte el Apóstol.

Santa Teresa de Jesús así define la humildad: «Dios es la suma verdad, y la humildad consiste en andar en la verdad, pues de gran importancia es no ver cosa buena en sí mismo, sino la miseria y la nada».

Reconozcamos los beneficios que Dios nos da y por ellos démosle gracias, no colocándonos jamás como objeto de esa alabanza, juzgando ser nosotros la fuente de cualquier virtud o cualidad.

Todo don precioso y toda dádiva perfecta vienen de lo alto

En esta Cuaresma, busquemos, más aún que la mortificación corporal, aceptar la invitación que el Evangelio sabiamente nos hace, combatiendo el orgullo con todas nuestras fuerzas.

Sólo estarán a la derecha de Nuestro Señor Jesucristo, en el día del Juicio Final, aquellos que hayan vencido el orgullo y el egoísmo, reconociendo que «todo don precioso y toda dádiva perfecta vienen de lo alto» (Tg 1, 17).

 

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