Redacción (Viernes, 08-03-2019, Gaudium Press) En su maravilloso libro «El don de Sabiduría en la Mente, Vida y Obra de Plinio Corrêa de Oliveira», Mons. Juan Clá indica que el inicio de la Sabiduría es la inocencia, entendida esta no solo como una preservación en materia de castidad o la ausencia de pecado, sino como «un conjunto de instintos y de propensiones que son nobles, porque infundidos por Él [Dios], proporcionándole así [al niño o al adulto que preservó la inocencia] la capacidad de juzgar de forma honesta y escoger siempre lo mejor». 1 Es decir, la inocencia es un conjunto límpido de inclinaciones puestas por el Creador hacia lo mejor, que genera una rectitud en el juicio: en el fondo son inclinaciones hacia Dios, Optimo Maximo. Es la inocencia una fidelidad a esas inclinaciones que nos mueven a la virtud, a la santidad, y a la nobleza en materia temporal.
Tendencias hacia lo excelente, que hacen que el inocente aprecie las bellas y buenas cosas que le ofrece la vida.
Así describe Plinio Corrêa de Oliveira lo que ocurría con él:
Yo disfrutaba calmamente todo el provecho que un niño inocente puede tener en la vida, lo que me hacía palpitar de contento. Por otro lado, Nuestra Señora me ayudaba a ver lo que la vida tenía de bueno y recto. Entretanto, por la ordenación con que la gracia ponía eso en mi alma, la fuente principal de esa felicidad no era propiamente tal cosa o tal otra, sino, sí, notar que ellas eran en el fondo, santas. Eso me traía muchas consolaciones espirituales, no tanto por pensar en el Cielo, sino por el nexo de aquellas cosas con él [el Cielo] y por verlo reflejado en ellas. Así ¡en la vida de todos los días, yo tenía cien alegrías! 2
Es claro que todos los seres humanos hemos tenido ese tipo de alegrías, como por ejemplo la felicidad especial que se puede experimentar ante un bello atardecer, o en la contemplación del rostro de un niño inocente. Ahora, lo interesante es notar aquí cómo -en el pensamiento y vivencia del Dr. Plinio- la alegría o consolación espiritual le sobrevenía no de la mera cosa en sí, ni tampoco de un remitirse meramente al reino celestial, sino de percibir la ligación que las cosas tenían con el Cielo, y por tanto con Dios. Nos parece que queda aquí definida de la manera más sucinta la Via Pulchritudinis, la Vía de la Belleza para llegar a Dios.
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Ya hablamos de un atardecer; imaginémoslo pues en el mar.
Nos encontramos en el litoral brasileño, más específicamente en el litoral paulista, la costa correspondiente al estado brasileño de San Pablo.
Las olas llegan un tanto cansadas y suaves pero aún fuertes a bañar la arena. Ya algo oscuras, siguen entretanto reflejando al astro-rey que ya no se ve definido pero que continúa dominando el firmamento con su brillo dorado, un brillo que sin embargo ya sabemos que va desaparecer, y que por ello tiene la ternura que comúnmente viene con la vejez.
Es un atardecer que es acariciante, ‘refrescante’ a la vez de luminoso, que invita por ejemplo a caminar con lentitud por la playa, meditando sobre la vida, re-enfocándose en aquello que verdaderamente importa, pensando tal vez en arreglar las deudas con el Creador. Es un atardecer que parece de mármol dorado, en que la combinación de rayos soleados con nubes algo borrosas produce vetas de oro que ningún mármol de los existentes en esta tierra es capaz de contener. De los que hay aquí en esta tierra, porque en el cielo empíreo los mármoles son mucho más bellos que cualquier atardecer.
Atardecer que tal vez hable especialmente al corazón de la Bondad divina, de cómo Él nos tiene reservado un lugar maravilloso y dorado en la Patria Celestial.
Entretanto, en el hombre no existe solo la tendencia hacia lo excelente, lo supremo. También somos inclinación al mal, Pecado Original, que nos lleva al egoísmo, a despreciar la trascendencia de un atardecer, a quererlo gozar solo animalmente, a hundirnos en el fango del lodo y la inmundicie, oscureciendo a nuestras almas lo dorado presente en la amplitud del Universo. «En la culpa nací, pecador me concibió mi madre». (Sl 50)
Por esto, las profundas y duraderas consolaciones espirituales que sentimos al contemplar por ejemplo un atardecer, nos deben llevar a detestar el mal, nos deben fortalecer para la práctica de la ley divina. Y para ello, es necesario el recurso a la gracia, con la oración, con los sacramentos. Para ‘secar’ el pecado original; para tener encadenado ese monstruo terrible que todos llevamos dentro, que es la inclinación al mal.
Para que ese monstruo no nos domine, y entre mil otros males, nos impida gozar y volar hacia el Creador al contemplar las maravillas del orden de la Creación.
Por Saúl Castiblanco
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1. Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP. O dom de Sabedoria na Mente, Vida e Obra de Plinio Corrêa de Oliveira. Libreria Editrice Vaticana. Città del Vaticano. 2016. p. 37.
2. Ibídem, p. 36.
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