jueves, 28 de marzo de 2024
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Paradoja de un completo y doloroso fracaso

Redacción (Martes, 19-03-2019, Gaudium Press) De San Juan Evangelista, el apóstol virgen y el más joven de los doce, el que reclinó su cabeza conmovido en el pecho de Jesús en la última cena tan dramática y llena de incertidumbres, se habría podido esperar que ayudara a su Maestro a cargar la cruz aunque fuera un corto trecho. O al menos que lo ayudara a levantarse en alguna de las tres caídas o más que tuvo nuestro debilitado Redentor rumbo al calvario. Pero no, parece que le dio miedo y prefirió no meterse entre la turbamulta y socorrerlo, dejando eso a Cirineo, un total desconocido del Colegio Apostólico. Acompañó de lejos la humillante procesión, y al paso fue que se encontró en un cruce de vías con la Santísima Virgen y las santas mujeres que esperaban ver pasar a Jesús y consolarlo. De ahí en adelante siguió con Ella hasta lo alto del monte donde al parecer asistió sin chistar nada al martilleo de la crucifixión, la agonía, los insultos y la muerte. Después parece que ayudó a otros a bajar el cuerpo ensangrentado, pero de ahí no pasó.

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Nuestra Señora lo recibió como su hijo adoptivo cuando Jesús de lo alto de la cruz se lo entregó a Ella y se la entregó a él como madre. Algunas piadosas meditaciones de Semana Santa, de esas que hacían los buenos sacerdotes de parroquia hace muchos años, suponen la angustia que sentiría María y esas pobres mujeres con un jovencito asustado que no se le ocurría qué hacer para bajar el cuerpo mancillado de Jesús y llevarlo a enterrar, antes de que llegara las seis de la tarde y con ella la estricta prohibición de la Ley que exigía retirar los cadáveres sobre esa hora. De repente vieron venir subiendo al calvario a José de Arimatea y Nicodemus, con los lienzos, la mirra, el áloe y algunos sirvientes del primero, que había tenido la valentía de ir hasta Pilatos y pedirle el cadáver porque tampoco a ninguno de los acobardados apóstoles se le ocurrió pensar en esto o siquiera ir al menos hasta el calvario a ver qué se ofrecía, cuando ya se hubiesen retirado los sacerdotes, los soldados y los curiosos. También les dio miedo porque estaban seguros que todo había terminado mal, que Jesús había fracasado y ellos con Él. Ahora lo que valía era salvar el pellejo y esconderse o irse rápido de Jerusalén como parece alcanzaron hacer algunos. No habían sido tampoco capaces de meterse entre la gente y seguir de lejos a su Maestro, con lo cual seguramente es muy posible que tampoco ninguno de ellos hubiera tenido el coraje de ayudarle a cargar la cruz o a levantarse de sus caídas.

Así que lo que tenemos es un otro grupo de hombres que no era de los privilegiados, que acompañaban a Jesús a todas partes y recibían con Él limosnas y ovaciones cuando predicaba y hacía milagros: Cirineo, Nicodemus, José de Arimatea y los sirvientes de este. Y María con su reducido puñadito de mujeres solas, anegadas en llanto pero sin miedo a nada…Y Juan, mirando para todas partes pendiente de que no apareciera por ahí un grupo de guardias del Templo y poder salir corriendo a tiempo como lo hizo en Getsemaní.

Algunos sermones de cuaresma y Semana Santa, siempre nos han recordado que los apóstoles, los privilegiados, los del grupo íntimo y más cercano de Jesús, los que discutían entre ellos cuál sería el sucesor caso se cumpliese lo que les dijo en varias ocasiones -que la alta curia sacerdotal lo mataría- no pusieron la cara para nada, se asustaron, se escondieron, se perdieron y tal vez algunos de ellos, si no hubiese sido el caso de lo que pasó con Judas que se suicidó escandalosamente, lo habrían ido a buscar para repartir la plata de la traición y los sobrantes de la bolsa que este crápula manejaba con tanta avaricia y arbitrariedad. Nada raro, porque no hay registro que el avaricioso comportamiento de este les fuera reprobable en alguna ocasión aunque era evidente que su preocupación fue el dinero «para repartirlo entre los pobres». Ni tampoco hay registro de que ellos notaran el apostolado especialmente amoroso que con certeza el dulce y buen Maestro le hacía a cada rato para convertirlo y salvarle el alma, como lo hizo con todos los pecadores.

La muerte de Nuestro Redentor, para Quien no habría palabras suficientes de gratitud y admiración por todo el bien que hizo y el prestigio y reconocimientos que les había hecho ganar a sus apóstoles en algún momento, fue una total desgracia y fracaso para esto pobres hombres a los que solamente el ejemplo de María Santísima y las otras mujeres los cuestionó y los hizo recapacitar, al verse tan cobardes y perjuros ante semejante drama, porque al principio ni siquiera en la Resurrección del domingo creían.

Entonces, tal vez Pedro, el que lo había negado y andaba atormentado por esa ruin actitud, tomó la iniciativa de ir a pedirle perdón a la Madre Misericordiosa que lo recibió sin reproches y amorosamente. Ese era el problema de él y tenía que ir a tranquilizar su conciencia. Con ello arrastró a algunos otros que prefirieron quedarse al lado de la Virgen esa tarde completa, y de ahí en adelante escuchar de sus labios algunos relatos de la vida y misión sobrenatural de Jesús que ellos subestimaron.

Entonces siguieron reunidos al lado de Ella hasta las apariciones de Jesús, la Ascensión y la llegada del Espíritu Santo.
En torno a Nuestra Madre María Santísima se fue constituyendo la Santa Iglesia de Cristo, Quien al parecer había fracasado escandalosamente y sin remedio. Al menos era eso lo que también seguramente pensaba la casta Sacerdotal, refregándose contenta las manos criminales manchadas con la sangre inocente, después del montaje político que le hicieron para matarlo e intentar destruir su obra.

Por Antonio Borda

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