Redacción (Viernes, 05-04-2019, Gaudium Press) Dios quiso poner entre todas sus criaturas un bichito blando, medio informe, incoloro y nada atractivo, que acostumbra a desplazarse con una lentitud exasperante y emparentado con otros que ni siquiera se mueven y permanecen siempre quietos pero comprobadamente vivos. La parentela entre ellos es bastante extensa: unos moran en el fondo del mar, otros sumergidos en ríos y lagos, algunos en los árboles de los bosques o entre matorrales, y frecuentemente en jardines alimentándose de las plantas y no dejando de hacer uno que otro daño a las flores.
Foto: Ziva y Amir |
Sin embargo les dio una propiedad que ni los más brillantes científicos han podido explicar con suficiente claridad: elaborar una concha, caparazón, cubierta o coraza de una gran belleza, especialmente los del inmenso mar, donde se las arreglan para vivir y morir solamente a la vista de su Creador.
Cuando han cumplido ya su ciclo vital, su concha queda a merced de aguas, vientos o intemperie según su origen, conservando sus colores como las hermosas polymitas de los tropicales bosques de Cuba. Entonces es cuando los hombres podemos apreciarlos mejor y deleitarnos con su estructura finamente elaborada frecuentemente en espiral; y con sus magníficos colores -casi todos pastel- para coleccionarlos!
El mísero bichito, uno de los más pobres e indefensos de la creación no sabe que ha elaborado poco a poco una auténtica maravilla del reino animal. Ni sus compañeros ni otros seres de ese su mundo, se dan cuenta de aquella belleza. Es dramático notar esa indiferencia generalizada ante algo tan inexplicablemente hermoso para ser producto de un pequeñín tan blando, sin articulaciones y tan feo, aunque algunos sean muy apetecidos por su sabor y propiedades nutritivas.
Foto: Larry |
Caracoles y conchas -y estas a veces elaborando perlas – integran todo un universo de formas y colores que es imposible no admirar deteniéndose un buen rato a observarlos. Dios los hizo al comienzo de la creación y dejó en ellos un impulso vital que ciertamente Él acompaña para que sigan multiplicándose y embelleciendo nuestra naturaleza.
Andar con su casa a cuestas y recogerse a tiempo entre ella al presentir el peligro, es otra ley de su vida que la inteligencia divina imprimió en su código genético de manera instintiva. El nácar que casi todos ellos elaboran al interior de sus conchas, uno más fino que otro, adquiere un brillo y colorido especial justamente cuando ya el molusco no vive más allí. Entonces se convierten en toda una alhaja en la que la mano del hombre no intervino para nada, excepto para recogerla, llevarla y usarla como un adorno en su casa o en su lugar de trabajo.
Pueden llegar a ser la envidia de joyeros y talladores de piedras preciosas. Un animalito tan simple e insignificante, nos podría dar una lección de aprender a vivir sin pretensiones arrogantes junto a lo maravilloso. Sin que sepa qué es la paciencia, la perseverancia y la concentración en el trabajo, va elaborando con fino acabado una pieza a la que pareciera que no está apegado para nada excepto para vivir dentro de ella pero sin presumir de esa hermosura.
Quizá no se demore la fabricación en serie y con materiales como plástico o vidrio. Nada raro en este siglo que todo lo falsifica, industrializa y lo vende en grandes cantidades. Ciertamente no podrán hacerlos nunca del material que ellos usan y seleccionan en su alimentación, con la particularidad de cada uno es único, y aunque parezcan iguales nunca lo serán, lo cual los hace mucho más interesantes desde el punto de vista artístico y artesanal, porque los mismos huevecillos colocados en diferentes lugares, elaboran sus conchas de diferente forma, tamaño y colorido.
Tal vez para entenderlos mejor vamos a tener que esperar y preguntarle respetuosamente a Dios algún día, porque los científicos todavía hoy apenas andan entre hipótesis y conjeturas. Mientras tanto bien podemos imaginar la maravilla que serán caracoles y conchas en el Cielo empíreo y los adornos que algunos bienaventurados allá han elaborado, aprovechando la experiencia que tuvieron en esta vida terrena.
Por Antonio Borda
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