Redacción (Lunes, 08-04-2019, Gaudium Press) Existen en la naturaleza ciertos fenómenos meteorológicos de los cuales bien podemos sacar una gran lección para nuestra vida espiritual.
En efecto, al contemplar una bella puesta de sol, o el abanico de colores de un magnífico arcoíris, o, quizá, la blancura espectacular de un campo totalmente nevado, nuestras almas alaban al Creador por todos los dones de la Creación. Nos unimos, entonces, a Él por la consideración maravillada de estos prodigios naturales: dichos espectáculos bien representan la unión del alma justa con el Creador.
Sin embargo, otros fenómenos, completamente distintos de los que arriba fueron vistos, bien representan la Justicia Divina, Majestuosa e Implacable hacia el pecador empedernido. Así la vemos representada en las feroces tempestades, en los ensordecedores – si no cuán deslumbrantes – truenos, y además, en el tremendo y destructivo huracán…
¡Es justamente esta Divina Implacabilidad del Creador que vemos representada en algunos salmos de las Sagradas Escrituras! «Si tenéis en cuenta nuestros pecados, ¿Señor, quien podrá subsistir delante de Vosotros?» (Sl 129, 3); «Vuestra cólera no ha ahorrado nada en mi carne, por causa de mi pecado nada hay nada de intacto en mis huesos» (Sl 37, 4); «En vuestra cólera no me reprendáis, en vuestro furor no me castiguéis» (Sl 6, 2): estos y algunos otros salmos nos demuestran la Inexorabilidad de Dios para con aquellos que no se arrepienten de sus delitos…
¿Pero será solamente ese aspecto que el lector encontrará en la lectura de los salmos penitenciales, esas verdaderas y valiosas joyas de literatura? En los salmos penitenciales encontramos ríos de sabiduría, alabanzas y perdón.
El libro de los Salmos, una obra sapiencial
Los salmos que acabamos de contemplar componen, junto con muchos otros, el libro de los Salmos. Originariamente se titulaban como siendo el libro de los Himnos, y con la traducción de los LXX pasó a denominarse tal cual lo conocemos.
Junto con los libros de Job, los Proverbios, el Eclesiastés, el Cántico de los Cánticos, el de la Sabiduría y el Eclesiástico, el Libro de los Salmos componen en el Antiguo Testamento la clase de los libros nominados como Sapienciales.
Así son denominados porque por medio de ellos podemos tomar los presupuestos necesarios para, a partir de las criaturas, conocer a Dios. En ellos encontramos la nota común de consejos como que divinos para tener una vida justa, y, por medio de esta, estar em paz con el Creador. Ellos enseñan a vivir con sabiduría.
En el caso concreto del libro de los Salmos, él está compuesto por 150 salmos que fueron redactados en las más diversas épocas, y por varios autores… Primeramente eran todos ellos atribuidos a aquel que es conocido como el «Cantor de los Salmos de Israel» (2Sm 23, 1): el Profeta David. Posteriormente se verificó que sería más correcto afirmar que los salmos fueron escritos no apenas por uno, sino por diversos autores.
Así vemos, entonces, en algunos la pluma del Gran David, que marcó no solo la historia del pueblo hebreo, sino la del mundo por ser uno de los antepasados de Nuestro Señor; en otros salmos, encontramos el caso de personajes tragados por el anonimato de la Historia – de los cuales ni siquiera se conoce la vida – como Asaf, Heman y los hijos de Coré; y en otros salmos, anónimo es el autor.
Pero toda esta cuestión es secundaria, teniéndose en consideración la belleza, la intención y los varios modos con los cuales fueron escritos los salmos.
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