Redacción (Jueves, 11-04-2019, Gaudium Press) Todas las reliquias de Jesucristo, e incluso los más simples objetos que a Él tocaron, impresionan y conmueven al alma cristiana, infunden profundo respeto y, al mismo tiempo causan intensa atracción.
La sed de lo divino, inherente a todo hombre, se siente en algo atendida, al contemplar una de ellas.
El Santo Sudario
De esas inapreciables reliquias, el Santo Sudario que está en la ciudad de Turín, en Italia, es tal vez la más conocida, en razón de las reiteradas tentativas de negar su autenticidad, todas, por cierto, frustradas por rigurosos test científicos.
Las pruebas científicas tienen, es claro, su valor. Pero el hombre de corazón recto, al mirar para el Santo Sudario, encuentra una prueba incalculablemente más valiosa de su autenticidad.
¿Cuál pintor sería capaz de imaginar, de «crear» aquella fisionomía? Tanta grandeza y serenidad en aquel rostro, tanto perdón y tanta censura en aquellos ojos cerrados, no es dado a hombre alguno inventar.
¡Se mira y se cree! ¡Es la cara de Jesús!
Una Espina de la Corona
Al contrario de lo que se juzga, comúnmente, la Corona de Espinas de Nuestro Señor no tenía la forma de una diadema, sino la de un birrete, con 21 cm de diámetro, cubriéndole toda la cabeza.
Ella es hecha de ramos de largas espinas trenzadas.
Después de colocarla en la adorable frente de Jesús, los verdugos la golpearon de modo a provocar grandes heridas, como puede ser probado por las manchas de sangre en el Santo Sudario de Turín.
La Corona permaneció en la Basílica del Monte Sión, en Jerusalén, hasta el año 1053, cuando fue llevada para Constantinopla.
En el año 1238, el Emperador Balduino II la entregó juntamente con la punta de la lanza de Longinus- como prenda de préstamo contraído con bancos de Venecia.
De común acuerdo con ese Emperador, San Luis IX, Rey de Francia, rescató la referida deuda y recibió en su país las dos preciosas reliquias, con todas las demostraciones de veneración.
El propio rey, la reina madre, inúmeros prelados y príncipes fueron a encontrarlos cerca de la ciudad de Sens. San Luis y su hermano, Roberto d’Artois, descalzos, las llevaron hasta la Catedral de San Esteban, en esa ciudad.
Deseoso de acoger en lugar digno tan inestimables reliquias, el Rey santo hizo construir en París una verdadera joya de la arquitectura gótica: la Sainte Chapelle (Capilla Santa), una maravillosa iglesia de vitrales, que extasía a todos cuantos tienen la ventura de conocerla.
Actualmente, la Corona de Espinas está en los Tesoros de la Catedral de Notre-Dame de París. En Roma se encuentra apenas una de esas espinas.
El dedo de Santo Tomás
Curiosamente, entre esas reliquias, en el mismo relicario, está también… el dedo de Santo Tomás.
Tomás, el mismo Apóstol que no creyó en la Resurrección de Jesús y que fue invitado por el Maestro para tocar su lado con el dedo.
El dedo del Apóstol incrédulo, tocó la llaga del lado del Divino Redentor, después de la Resurrección. Y, tocando la llaga abierta en el lado de Jesús por la lanza de Longinus, aquel dedo pasó a ser una reliquia de las más preciosas: tocó al Salvador.
¿Quién no gustaría de ver este dedo que testimonió la Redención? ¿Quién no gustaría de venerar en el la Divina Misericordia de Nuestro Señor? (JSG)
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