Redacción (Lunes, 15-04-2019, Gaudium Press) A quien le gusta analizar en profundidad a las personas con las que va encontrándose a lo largo de su vida, seguramente se habrá encantado al observar la diversidad de almas, la variedad de temperamentos, las sorprendentes características que el Buen Dios es capaz de poner en cada hombre, haciéndolo, bajo cierto punto de vista, único, irrepetible, supremo.
Una cosa, no obstante, parece que es igual en todos los hijos e hijas de Adán: la inconstancia.
Capaces de enormes cambios en poco tiempo
En Brasil, por ejemplo, las estaciones del año nunca han sido muy estrictas, volviéndose común que ocurra vivir todas ellas en un solo día: madrugada de invierno, mañana de otoño, tarde de verano, anochecer de primavera…
A veces, el día despunta soleado, sin ningún indicio de lo que sucederá al atardecer: una lluvia torrencial, con rayos y truenos. En otras ocasiones, sucede lo contrario: comienza una jornada triste, nublada y cenicienta que da paso a un ocaso de esperanzas, pintado con los fulgores de un sol vencedor.
Bien podemos decir que así son también las almas: capaces de enormes cambios en poco tiempo. Se despierta uno optimista, alegre, sonriéndole a la vida… y horas después las disposiciones serán exactamente las contrarias: decepción, tristeza, desesperación. Principalmente en personas que confían en sí mismas se suceden «bajones» y «subidas» a veces muy bruscos, conforme se encuentren con una adversidad o bien consigan superar alguna situación o emprendimiento.
Al pensar en esa realidad de nuestra naturaleza surge un interrogante: ¿puede alguien ser siempre igual a sí mismo sin entregarse a tantas variaciones? Y enseguida llegamos a la sorprendente conclusión de que no es posible mantenernos constantemente idénticos en todos los aspectos, pues una noche de insomnio o una enfermedad grave ya son suficientes para cambiar, físicamente, las «condiciones climáticas» de nuestra alma.
Además, querer que una persona permanezca inalterable en el transcurso de toda su existencia no puede ser lo más perfecto, pues no ha sido así como lo ha hecho Dios en la obra de la Creación. A lo largo de la vida es necesario que haya cambios, debe haber auroras, ocasos y mediodías.
¿Dónde se encuentra entonces la constancia en esta tierra?
Olas rompiendo en la roca, Nazaré (Portugal)
La roca donde se fundamenta la constancia de los santos
El Sagrado Corazón de Jesús, supremo formador de las almas serenas e inocentes, nos dio una solución perfecta y acabada a ese problema con la metáfora del hombre prudente que edificó su casa sobre roca. «Cayó la lluvia, se desbordaron los ríos, soplaron los vientos y descargaron contra la casa; pero no se hundió, porque estaba cimentada sobre roca» (Mt 7, 25).
Sí, es verdad que todo cambia, que vienen tempestades, inundaciones y huracanes, pero existe una roca, un fundamento que no aparece, que permanece inalterable, ¡y aquí es donde se halla la constancia de los santos!
A pesar de la variedad de almas y designios de la Providencia, un fundamento hay que no puede ser sustituido y que Dios nos exige a todos: la disposición de ser humillado, rechazado y malquisto a causa de su nombre. En suma, ¡la disposición de fracasar!
Hasta tal punto esa actitud interior se hizo indispensable a la naturaleza humana caída que el Hombre por excelencia, a pesar de estar unido hipostáticamente a Dios, no dejó de experimentar en sí el sentimiento del fracaso. El Hijo del Altísimo, a quien el Señor le dio el trono de David, su padre (cf. Lc 1, 31), pasaría por desgarradoras humillaciones, sufriría cruelísimos tormentos y moriría en el más infame de los suplicios, flanqueado por dos malhechores.
Sin embargo, al ser bautizada en la sangre de Cristo, esa roca, cuyo nombre de nacimiento es «disposición de fracasar», se convirtió en el sólido apoyo de los hombres en este valle de lágrimas. La derrota suprema y aparente de Jesús hizo que la cruz se revistiera de luz, la más pura y refulgente que se pueda encontrar en la tierra.
Es imposible alcanzar la santidad sin la cruz
Por no asentar nuestra casa sobre esa roca es por lo que en nuestra vida espiritual los períodos de fervor, llenos de ideales y excelentes ideas, son sucedidos por momentos trágicos, en los cuales tenemos la sensación de desmoronarnos interiormente, a la manera de la casa que el necio construyó sobre la arena: «se derrumbó; y su ruina fue grande» (Mt 7, 27).
Ahora bien, si vamos a buscar las causas de tan radical cambio es muy probable que descubramos en nosotros un gran deseo de «salir airosos», de ser afortunados en nuestros emprendimientos, de lograr el éxito ante nuestros conocidos, o quizá únicamente ante nuestros propios ojos. En otras palabras, vemos que intentamos subir muchos montes, menos aquel al que hemos sido llamados: el Calvario. Sólo hay un medio de obtener la constancia de espíritu: convencernos de que es imposible alcanzar la santidad sin la cruz.
En la vida de todo bienaventurado hubo humillaciones, reveses, malentendidos, ingratitudes, calumnias, dolor, perplejidad y «callejones sin salida». Atravesaron todas esas dificultades golpeándose el pecho, agradeciéndole a Dios la prueba, perdonando a quienes los ofendían, interesándose por los demás, humillándose y reconociéndose merecedores de mucho más.
«Ven a morar en mi Corazón»
Por lo tanto, si queremos mantener en todas las circunstancias un equilibrio de alma inquebrantable, no basta con recordar las poéticas consideraciones que la parábola de la roca sugiere. Debemos acordarnos, principalmente, de que esa roca tiene un nombre: disposición de fracasar en cualquiera de nuestras realizaciones en esta tierra.
Las almas que así reconocen su propia impotencia de cara a las dificultades, sometiéndose con humildad a los designios divinos y aceptando todos los infortunios y derrotas que la Providencia quiera enviarles, enternecen el Inmaculado Corazón de María, que las arrebata hacia sí, diciéndoles: «Ven a morar en mi Corazón, donde cualquier fracaso se transforma en victoria».
Por la Hna. Mariana Morazzani Arráiz, EP
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