viernes, 26 de abril de 2024
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Recuerdos de una visita a Notre-Dame de París

Redacción (Miércoles, 16-04-2019, Gaudium Press) Quien fue a Notre Dame no la olvida jamás. Quien la conoció, la admiró y pasó a amarla. Y, porque la amó, evoca con saudades su belleza, su grandeza, su importancia, su historia…

Fue lo que ocurrió con el profesor Plinio Corrêa de Oliveira. Él la conoció y la amó. Desde entonces, cualquier oportunidad que tenía, recordaba la famosa Catedral de y transmitía sus impresiones sobre ella. Reproducimos abajo palabras de él dirigidas a un grupo de jóvenes:

* * *

[…] Yo no me puedo olvidar que en uno de los viajes que yo hice a París yo llegué a la nochecita. Cené y fui inmediatamente a ver la Catedral de Notre-Dame.

Era una noche de verano, no extraordinariamente bonita, común, la Catedral estaba iluminada, y el automóvil en que yo venía pasaba de la ‘rive gauche’ (ribera izquierda) para la isla.

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Y yo veía la Catedral así de costado, y en una focalización completamente fortuita. Ella me pareció desde luego, en aquel ángulo, tomado así – si el acaso existiese, y en algún sentido existe – yo diría que tomado al acaso, miré y me pareció tan bella, que me dieron ganas de decir al automóvil pare, ¡que yo quiero quedarme aquí!

Yo sé que el resto es muy bello, pero yo creo que pocos miraron esa Catedral desde este ángulo y pararon. Y yo quiero ser de esos pocos, para dar a Nuestra Señora la alabanza de este punto de vista aquí, que los otros tal vez no hayan alabado suficientemente.

Al menos se dirá que una vez un peregrino venido de lejos, amó lo que muchos otros por prisa, o por no haber recibido una gracia especial en aquel momento para aquello, no llegaron a amar. Y en todos los grandes monumentos de la Cristiandad, después de admirar las maravillas, yo tengo la tendencia de ir admirando los pormenores, en un acto de reparación, porque estos pormenores tal vez no hayan sido amados como ellos deberían ser amados.

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Y entonces, hacer al menos esto: amar lo que debería haber sido amado y que fue olvidado. Es siempre nuestra vocación, de llevar a todos las verdades olvidadas que los hombres ponen de lado.

Yo quedé encantado con la Catedral en aquel ángulo. Después di la vuelta y volví al hotel con el alma llena. Y si alguien en aquel momento me recordase de la palabra de la Escritura «he aquí la Iglesia de una belleza perfecta, alegría del mundo entero», yo habría dicho: ¡Oh!, ¡cómo está bien expresado! Es exactamente lo que yo siento a respecto de la Catedral de Notre-Dame.

Y ahí desde el fondo de nuestras almas, del fondo de nuestras inocencias, viene otra […] sube una cosa que es luz, súper luz, pero al mismo tiempo es penumbra o es oscuridad sin ser tinieblas, y es la idea de todas las catedrales góticas del mundo, las que fueron construidas y las que no fueron construidas, dando una idea de conjunto de Dios. Que entretanto todavía es infinitamente más que eso. Ahí, el espíritu que inspiró todas esas catedrales, nos aparece. Y ahí realmente nosotros vivimos más en el Cielo que en la tierra.

Y ahí nuestro deseo de otra vida, de conocer Otro, con «O» mayúscula, tan interno en mí, que es más yo de lo que yo mismo soy yo, pero tan superior a mí, que yo no soy ni siquiera un grano de polvo en comparación con él, ese mi deseo se realiza y ahí yo comprendo, el Cielo debe ser así.

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Nosotros amamos aún más el Purísimo Espíritu, eterno y lindísimo, que creó todo aquello para decir: «Mi hijo, Yo existo. Ámeme y comprenda, esto es semejante a Mí. Pero, sobre todo, por más bello que esto sea, Yo soy infinitamente diferente de eso. Por una forma de belleza tan quintaesenciada y superior que es solo cuando me vieres, que verdaderamente te darás cuenta de lo que Yo soy.

«Ven, mi hijo, ven que Yo te espero. Lucha por algún tiempo más que Yo me estoy preparando para mostrarte en el Cielo bellezas todavía mayores, en la proporción en que es grande y dura tu lucha. Espera, que cuando estuvieres listo para ver aquello que Yo tenía intención de que vieseis cuando Yo te creé, Yo te llamaré. Hijo, soy Yo tu Catedral, la Catedral demasiadamente grande, la Catedral demasiadamente bella, la Catedral que hizo florecer en los labios de la Virgen una sonrisa como ninguna joya hizo florecer, ninguna rosa y ni siquiera ninguna de las meras criaturas que Ella conoció».

Esa Catedral es Nuestro Señor Jesucristo, es el Corazón de Jesús, que sacó del Corazón de María armonías como nada sacó. Allí tú conocerás. Él dijo de Él: «seré Yo mismo vuestra recompensa demasiadamente grande».

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