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El Emmanuel, Dios con nosotros

Redacción (Viernes, 03-05-2019, Gaudium Press) Al recibir la Eucaristía en la Sagrada Comunión, puede decirse que Nuestro Señor pasa a estar «en nosotros». Y al considerar a la Eucaristía reservada en el sagrario o expuesta en el ostensorio, con propiedad se concluye que Él está «con nosotros».

En ambos casos, se constata Su presencia y Su cercanía; ¡Qué amable, qué grandiosa, que divina compañía!

Dios es eminentemente comunicativo y sociable; lo atestigua toda la obra de la creación y la relación privilegiada que ha querido tener con el hombre, a quien creó a Su imagen y semejanza poniendo en él un instinto muy arraigado que es el de sociabilidad; instinto más dinámico que el propio instinto de conservación que tan naturalmente reacciona de inmediato ante cualquier peligro.

Al ver al hombre recién creado, hecho del barro de la tierra, Dios sentenció «No es bueno que el hombre esté solo» (G., 2, 18) y sacó de su costado a la mujer, para hacerle compañía.

Santo Tomás de Aquino enseña que hay tres situaciones precisas en que el instinto social es cohibido: el caso de los dementes, que sin culpa no razonan; de los religiosos de clausura que se aíslan voluntariamente por un ideal superior, y de los prisioneros, los privados de libertad. Son excepciones ¡Lo normal es relacionarse con los demás!

El instinto de sociabilidad se sacia en plenitud, no por hartazgo sino por ansias de más y más, junto al Santísimo Sacramento. Porque se trata del comercio que los hombres tienen con su Creador, su Salvador, su modelo perfecto y su amigo fiel por excelencia.

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Por eso, la cercanía al Santísimo es altamente ordenativa. Con cuánta propiedad la Iglesia manda santificar el Día del Señor participando de la Eucaristía. Comenzando la semana relacionándose con Dios en la Misa y, eventualmente, con la recepción de la comunión, el fiel se dispone de la mejor manera posible para las batallas del resto de la semana. ¿Cómo privarse del Dies Domini y dejar de celebrar al Cristo Resucitado presente en el Santísimo Sacramento del Altar?

Entretanto, ¡Qué desolación a la vista de ese deber incumplido en tantos casos! Y cuántos de los no se benefician de ese estímulo fortificante, a menudo se quejan de los sinsabores de cada día y hasta se indisponen contra un Dios providente. Dan las espaldas al creador sobreestimando a las creaturas, a su propia persona, a su «personita»… Es que lo que empieza mal, forzosamente también termina mal.

El Magisterio eclesiástico es riquísimo en enseñanzas sobre la Eucaristía, y de cuán necesario es su culto y beneficiosa su compañía. Desde los tiempos apostólicos hasta nuestros días, Nuestro Señor Jesucristo ofrece, por medio de la Iglesia que es su Cuerpo Místico, ese potente viático para el camino que nos conduce al cielo: Su Cuerpo y Su Sangre.

Una encíclica relativamente reciente -y caída un tanto en el olvido- es la «Mysterium Fidei» de Pablo VI, publicada en 1965, justo después del Concilio Vaticano II. Su lectura es muy instructiva y recomendable. No dice propiamente cosas nuevas, sino que apenas recuerda la doctrina tradicional, para hacer frente a la mentalidad contemporánea que pone en tela de juicio a las verdades de la fe.

En el numeral 8 titulado «Exhortación para promover el culto eucarístico» se lee: «(…) Todos saben que la divina Eucaristía confiere al pueblo cristiano una dignidad incomparable. Y que no solo mientras se ofrece el Sacrificio y se realiza el Sacramento, sino también después, mientras la Eucaristía es conservada en las iglesias y oratorios, Cristo es verdaderamente el Emmanuel, es decir, Dios con nosotros. Porque día y noche está en medio de nosotros, habita con nosotros lleno de gracia y de verdad; ordena las costumbres, alimenta las virtudes, consuela a los afligidos, fortalece a los débiles, incita a su imitación a todos los que a Él se acercan, de modo que con su ejemplo aprendan a ser mansos y humildes de corazón, y a buscar no ya las cosas propias sino las de Dios (…)».

Que verdad consoladora: la cercanía de la Eucaristía confiere una «dignidad incomparable» ¡Cuántos sueñan, y hasta deliran, con ser importantes, tener prestigio, mando e influencia…! Esas «nadas», comparadas al que se anonadó detrás de las apariencias de un humilde pan encerrado en un sagrario, son, pues, sencillamente, «nadas», no más que eso. Desperdicio o basura, diría San Pablo.

A la luz de la enseñanza de la Encíclica, con la Eucaristía «ordenemos nuestras costumbres, alimentemos las virtudes, seamos consolados y fortalecidos»

Esto que nos enseña la Iglesia es lo que, desde el Sacramento, Nuestro Señor implora en un constante grito silencioso y dolorido porque se le deja tan solo.

«Habiendo amado a los suyos, el Señor los amó hasta el extremo» (Jn. 13, 1)… Antes de la última cena de aquel Jueves Santo, Nuestro Señor declaró a sus apóstoles «con cuántas ansias he querido celebrar esta Pascua con Ustedes» (Lc. 22, 15). Y nos dejó su Cuerpo y su Sangre, es decir su propia Persona.

¿Ya se pensó en el tamaño de la herida abierta en su sagrado Corazón por tanta falta de correspondencia de nuestra parte?

La indiferencia de los fieles en relación al misterio eucarístico tienta transformar al amable Emmanuel en un distante «dios sin nosotros»… En vano.

Por el P. Rafael Ibarguren, EP

(Publicado originalmente en www.opera-eucharistica.org)

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