Redacción (Lunes, 13-05-2019, Gaudium Press) El Día de las Madres es ocasión donde se homenajea a las mujeres que nos dieron la vida. Homenaje merecido, muy merecido.
Sin embargo, muy pocos se acuerdan de una gran fuerza que las Madres tienen y que cuando es aplicada como intercesión en las intenciones de los hijos posee un poder extraordinario capaz de llegar a los cielos.
Hablo de la fuerza de la oración de una Madre por su hijo y transcribimos consideraciones a ese propósito hechas por el Profeso Felipe Aquino:
Santa Mónica es el ejemplo claro del poder de la oración de las madres por los hijos. Ella nació en Tagaste (África), en 331, de familia cristiana.
Muy joven, fue dada en matrimonio a un hombre pagano llamado Patricio, de quien tuvo varios hijos, entre ellos Agustín, cuya conversión alcanzó de la misericordia divina con muchas lágrimas y oraciones. Es un modelo perfecto de madre cristiana. Murió en Ostia (Italia) en el año 387.
Dios estableció una ley: precisamos pedir a Él las gracias necesarias en nuestra vida, para ser atendidos. Jesús fue enfático: «Y yo os digo: pedid, y se os dará; buscad, y hallareis; golpead, y se os abrirá. Pues todo aquel que pide, recibe; aquel que busca, encuentra; y al que golpea, se le abrirá» (Lc 11,8-10). Quien no pide no recibe.
Jesús dijo eso después de contar aquel caso del vecino que golpeó a la puerta de la casa del otro para pedir un poco de pan a medianoche, porque había recibido una visita y estaba sin pan. Como el otro no quiso atenderlo, Jesús dijo: «Yo os digo: en el caso de no levantarse para darle los panes por ser su amigo, ciertamente por causa de su importunación se levantará y le dará cuantos panes necesite».
Ahora, ¿qué está queriendo Jesús enseñarnos con eso?
Que debemos hacer lo mismo con Dios. ¡Importunarlo! Pero, ¿por qué Dios hace así? Es para saber si de hecho confiamos en Él; si tenemos fe de verdad, como aquella mujer cananea, que no era judía, pero que pidió con insistencia que curase a su hijo endemoniado (Mt 15, 22). Si nosotros pedimos una vez o dos, y no recibimos, y no pedimos más, es porque no confiamos en Él.
San Agustín enseñó lo siguiente: «Dios no nos mandaría pedir, si no nos quisiese oír. La oración es una llave que nos abre las puertas del cielo. Cuando veas que tu oración no se apartó de ti, puedes estar seguro de que la misericordia tampoco se alejó de ti. Los grandes dones exigen un gran deseo por cuanto todo lo que se alcanza con facilidad no se estima tanto como lo que se deseó por mucho tiempo. Dios no quiere darte en seguida lo que pides, para que aprendas a desear con gran deseo».
Nadie como él entendió la fuerza de la oración de una madre por su hijo; pues durante veinte años su madre, Santa Mónica, rezó por la conversión de él, y consiguió. Él mismo cuenta eso en su libro «Confesiones».
Él dijo que su madre iba tres veces por día delante del Sagrario en Hipona, y pedía a Jesús que su Agustín se tornase «un buen cristiano». Era todo lo que ella quería, no pedía que él fuese un día padre, obispo, santo, doctor de la Iglesia y uno de los mayores teólogos y filósofos de todos los tiempos. Pero Dios quería darle más. Quería de Agustín ese gigante de la Iglesia, entonces, ella precisaba rezar más tiempo y sin desanimar. Y Santa Mónica no desanimó, por eso tenemos hoy ese gigante de la fe. Me pongo a pensar si ella parase de rezar después de pedir durante 19 años… No se habría convertido su hijo. Y nosotros no tendríamos el Doctor de la Gracia.
Cuando Agustín dejó África del Norte, y fue a ser el orador oficial del emperador romano, en Milán, ella fue tras él. Tomó el navío, atravesó el Mediterráneo, y fue a rezar por su hijo. Un día, fue al obispo de Milán, en lágrimas, a decirle que no sabía más qué hacer por la conversión de su Agustín, que el obispo bien conocía por su fama. Simplemente el obispo le respondió: «Hija mía, es imposible que Dios no convierta el hijo de tantas lágrimas».
Y sucedió. San Agustín, oyendo las predicaciones de Santo Ambrosio, obispo de Milán, se convirtió; fue bautizado por él, y luego fue ordenado sacerdote, escogido para obispo, y uno de los mayores santos de la Iglesia. ¡Todo porque aquella madre no se cansó de rezar por la conversión de su hijo… veinte años!
San Agustín dijo en las «Confesiones» que las lágrimas de su madre delante del Señor en el Sagrario, eran como «la sangre de su corazón destilado en lágrimas en sus ojos». ¡Qué belleza! ¡Qué fe!
Es exactamente lo que la Iglesia enseña: que nuestra oración debe ser humilde, confiada y perseverante. Humilde como la del publicano que golpeaba el pecho y pedía perdón delante del fariseo orgulloso; confiada como la de la madre cananea y perseverante como la de la madre Mónica. Dios no resiste a las lágrimas y las oraciones de una madre que reza así.
San Agustín resume con estas palabras la vida de su madre: «Cuidó de todos los que vivíamos juntos después de bautizados, como si fuese madre de todos; y nos sirvió como si fuese hija de cada uno de nosotros».
El ejemplo de Santa Mónica quedó grabado de tal modo en la mente de San Agustín que, años más tarde, ciertamente acordándose de su madre, exhortaba: «Buscad con todo el cuidado la salvación de los de vuestra casa». Ya se dijo de Santa Mónica que fue dos veces madre de Agustín, porque no apenas lo dio a luz, sino lo rescató para la fe católica y para la vida cristiana. Así deben ser los padres cristianos: dos veces progenitores de sus hijos, en su vida natural y en su vida en Cristo.
Prof. Felipe Aquino
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