Redacción (Martes, 28-05-2019, Gaudium Press) Delante de todo aquello que nos cuentan los Evangelios sobre Nuestro Señor Jesucristo, quedamos extasiados de admiración y lo adoramos, pues Él es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Verbo de Dios encarnado.
Entretanto, algunos afirman que Jesús fue revolucionario. ¿Qué pensar sobre eso?
El Cristianismo no trajo una revolución, sino una renovación
Esto es lo que escribe el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira respecto a Jesús:
«Ciertos escritores que no lo comprenden acostumbran llamarlo de revolucionario. Ahora, revolución es, por definición – en el sentido sociológico del término -, una insurrección de súbditos contra la autoridad, una lucha entre inferiores y superiores donde, salen venciendo los primeros o los segundos.
«La transformación que Nuestro Señor vino a traer al mundo no fue una revolución, porque no implicó en revolución contra cualquier autoridad, ni levantó los oprimidos contra los opresores. El Cristianismo no trajo una revolución, sino una renovación.
Tampoco tomó partido por el despotismo contra los oprimidos. En lugar de eso, transformó oprimidos y opresores, haciéndoles caer de las manos las armas con que se herían recíprocamente, y uniéndolos en un afectuoso abrazo de hermanos».
En suma, según los revolucionarios Jesús habría sido un sembrador de odio, cuando en realidad Él vino a traer el perdón.
En el Antiguo Testamento vigoraba entre los hombres la ley de talión: «diente por diente, ojo por ojo»; el perdón era raro. Pero el Divino Maestro nos enseñó que debemos continuamente perdonar. Recordemos algunos ejemplos:
Habiendo San Pedro preguntado a Jesús si debía perdonar hasta siete veces a un hermano que pecase contra él, el Redentor respondió: «Te digo, no hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete» (Mt 18, 22), o sea, siempre.
La parábola del hijo pródigo y, sobre todo, las palabras de Nuestro Señor a María Magdalena: ‘Tus pecados están perdonados… ¡Vete en paz!» (Lc 7, 48. 50) muestran su deseo de perdonar.
Manifestación de la omnipotencia de Dios
Dios creó el universo en una escala creciente, armónica y proporcionada, abarcando los minerales, los vegetales, los animales y los hombres. Y por encima de esos seres visibles Él creó los invisibles: los Ángeles.
Todo eso nos torna patente el poder del Creador. Entretanto, enseña Santo Tomás de Aquino que «la omnipotencia de Dios se manifiesta, sobre todo, perdonando y practicando la misericordia, porque, por esas acciones, se muestra que Dios tiene el supremo poder».
El perdón practicado por amor a Dios es una virtud que se obtiene por la gracia. Se trata, por tanto, del perdón sobrenatural que angeliza el hombre y lo aleja de su condición animal.
Convivio respetuoso, noble y elevado
Viendo las desgracias, especialmente las de orden moral y religiosa, que se abaten sobre la humanidad, muchos se preguntan dónde está la verdadera felicidad.
Explica Monseñor João Clá, EP:
«La mayor felicidad en esta Tierra se encuentra en la convivencia, cuando ella es respetuosa, noble y elevada». Para conseguir esa convivencia es preciso seguir a Nuestro Señor «por las vías heroicas de la caridad, la paciencia y el perdón máximo, rápido y total. Por este motivo no podemos guardar resentimiento contra nadie, sino debemos olvidar a priori cualquier ofensa personal.
«Nosotros, cristianos, precisamos ser un verdadero mar de perdón, como enseña el Apóstol: ‘Toda amargura, ira, indignación, griterío y calumnia sean desterradas del medio de vosotros, así como toda malicia. Antes, sed unos con otros bondadosos y compasivos. Perdonaos unos a otros, como también Dios os perdonó, en Cristo’ (Ef 4, 31-32).»
¡Cuán diferente es hoy la convivencia entre las personas! Debido al egoísmo exacerbado, surgen la comparación, la envidia, el odio y el consecuente anhelo de perjudicar a los otros, que a veces llega hasta al crimen. En muchos ambientes, vigora el proverbio de Plautus:
«El hombre es un lobo para otro hombre». La capacidad de perdonar desapareció de muchas almas.
Sacramento de la Reconciliación
Debemos siempre perdonar a quien nos ofende, como enseña el Padre Nuestro. Dijo Nuestro Señor: «Mi Padre que está en los cielos os punirá, si cada uno no perdona de corazón a su hermano» (Mt 18, 35). «De corazón» significa sin guardar resentimiento.
Pero para obtener el perdón de Dios existe el Sacramento de la Reconciliación. «¿Se puede concebir qué infierno sería el mundo sin el confesionario? ¿Si nosotros no pudiésemos abrirnos sobre nuestros pecados, y no tuviésemos la certeza del perdón? Qué horror sería la incerteza sobre si Dios nos perdonó o no, si estamos o no en estado de gracia, etc.
«¡Qué obra-prima de sabiduría existe en el confesionario y en el hecho del secreto de confesión nunca ser traicionado!»
Perdón y fortaleza
Es necesario, con todo, aclarar que existe actualmente una noción deformada respecto al perdón, según la cual nunca se debe combatir el mal ni tratar con severidad a aquellos que lo practican. Eso significa, en el fondo, una adhesión velada o declarada al pecado.
La virtud más unida al perdón es la fortaleza. Solo los combativos saben perdonar. El Divino Maestro, que tantas veces perdonó a los pecadores arrepentidos, empuñó por dos veces el chicote para expulsar a los vendedores del Templo, que eran obstinados en el mal.
Debe haber en nosotros, católicos, una armonía perfecta entre el odio al mal y el perdón a aquellos que nos ofenden personalmente y están verdaderamente arrepentidos.
Por Paulo Francisco Martos
(in «Noções de História Sagrada» – 194)
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1-CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. A Igreja: formadora de uma civilização. In revista Dr. Plinio, São Paulo. Ano IV, n. 41 (agosto 2001), p. 16-17.
2- Suma Teológica I, q. 25, a. 3, ad 3
3- CLÁ DIAS, João Scognamiglio. EP. O inédito sobre os Evangelhos. Vaticano: Libreria Editrice Vaticana; São Paulo: Instituto Lumen Sapientiae, 2014, v. IV, p. 241.
4- Idem, ibidem, 2013, v. II, p. 96.
5- PLAUTUS, Titus Maccius. Asinaria, II, 4, 88. In: Comedias. Madrid: Gredos, 1992, v. I, p.138.
6- CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Perfeições da Virgem-Mãe – Belezas da Igreja. In revista Dr. Plinio, São Paulo, Ano IV, n. 42 (setembro 2001), p. 19
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