Redacción (Jueves, 30-05-2019, Gaudium Press) El mundo de hoy es cada vez menos afecto al sufrimiento, y también lo comprende cada vez menos. Huye de él cuánto se puede y, cuando irrumpe en nuestra vida, es muchas veces considerado una injusticia.
Olvidamos, en efecto, que la existencia en esta tierra – llamada por San Bernardo de «valle de lágrimas» – está llena de luchas y, aunque comporte alegrías, nos trae muchas aflicciones.
Es preciso reconocer que la vida del impío siempre es más fácil y agradable. Juzgando no tener que responder a un Juez que le cobrará el cumplimiento de la Ley Moral, él goza sin frenos de los placeres que este mundo ofrece, raramente legítimos y cuantas veces perversos y criminales.
En contrapartida, el impío no conoce paz: vive agitado, en la búsqueda ilimitada de más deleites, siempre mayores, ‘mejores’ y más intensos. Él está constantemente agitado, en la aflicción de venir a perder lo que ganó, y preocupado en resguardarse de la mentira y la traición, que componen su ambiente propio. En algún rincón oscuro de su mala consciencia es atormentado por el fantasma de la ley, la policía y la prisión.
El justo, a su vez, vive en el mismo mundo, en las mismas condiciones y dificultades, y bajo la misma ley. Además de tener que soportar aquella parte de sufrimiento que todo hombre enfrenta, así como las privaciones y restricciones que su rectitud le impone, él es frecuentemente perseguido, combatido e incomprendido por los impíos y hasta por los suyos.
Ocasionalmente, podrá recibir, en esta tierra, algún premio por el bien practicado, pero esta no es la regla. Entretanto, él vive en paz, pues tiene la consciencia tranquila, y en el atardecer de su vida entrega su alma con serenidad. Con efecto, el juicio de Dios no constituye para él una perspectiva aterradora.
Al final mueren igualmente el justo y el injusto, el santo y el impío…
Jóvenes y ancianos, pobres y ricos, débiles y poderosos, todos nos encontramos del otro lado. Nuestra vida es un enigma que solo se resuelve después de la muerte; la gran diferencia es el destino que le sigue.
Jesús compró por un precio muy alto nuestra salvación, y de ella nos beneficiamos desde que sigamos su ejemplo. Con todo, una vez rescatados por nuestro Salvador, no pertenecemos más a nosotros mismos, sino a Él. Habiéndose realizado la Redención, es en función de ella que seremos juzgados.
La Cruz es, para Cristo, el trono del cual Él reina sobre el mundo, y del cual juzgará a la humanidad cuando vuelva. Desde allí, Él contempla la conversión del Buen Ladrón y constata la impenitencia del Mal Ladrón.
Así, delante del Crucificado, solo se abren dos caminos, pues seremos colocados a la derecha o a la izquierda: entre la justicia y la misericordia no hay tercera posición, a pesar de las racionalizaciones ofrecidas por el relativismo vigente. Misericordia para quien acepta las vías de Dios o, habiéndolas abandonado, Justicia para quien las rechaza.
Por eso dijo Jesús que la puerta del Cielo es estrecha…
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